Tiempo para la solidaridad


El Presidente de la República tiene una palabra que no deja de repetir cada vez que puede: solidaridad. Pide solidaridad para impulsar su plan de gobierno, para salir de la crisis y para ayudar a los menos favorecidos. No es mala idea y no deberí­a encontrar suelo infértil en un paí­s donde las iglesias surgen por generación espontánea y los cristianos llenan templos en busca de milagros.

Eduardo Blandón

En un viejo texto de ética me encontré con la siguiente definición del principio social: «En las relaciones sociales, hombres y mujeres deben favorecer la unidad en la cooperación y evitar las divisiones». La obra dice que la solidaridad en su dimensión social, es fundamental, pues está por encima de condiciones de raza, religión, sexo y clase social, «ya que se basa en la común naturaleza humana con fines, que responden a necesidades comunes; y moralmente tiene su fundamento en la obligación de tender al bien común».

La solidaridad nos urge a la cooperación para obtener el bien común, hace sentir como propias las necesidades de los demás y nos lleva a hacer a los otros partí­cipes de nuestros bienes, como suele suceder en caso de desastres naturales o de males que afectan a otras personas, grupos o naciones. También nos mueve a colaborar en campañas que promuevan el bienestar social, por ejemplo, las que tienen que ver con la mejora del ambiente, la contaminación y la deforestación, entre otras.

El principio invocado por Colom se pone en las antí­podas del individualismo, promueve la cooperación común y es un discurso en contra del atomismo social. Un grupo humano movido por tales fuerzas no puede sino salir adelante y fortalecerse en la unidad. Nada imposible en teorí­a, pero complicado en un contexto heterogéneo y una cultura que parece no haber aprendido a trabajar con un mismo propósito.

Si la teorí­a es clara y por escrito plausible, ¿Por qué en la práctica resulta casi imposible? ¿Por qué si muchos miran al otro como prójimo cuesta tanto ponerse de acuerdo para ayudarlo? ¿Por qué nos quedamos aparentemente tranquilos con tantos niños desnutridos, sin educación y viviendo en la calle? ¿Es que ya nos acostumbramos al mal?

Nuestra poca solidaridad con los necesitados es quizá una de las causas por las que Guatemala sea como es hoy. Debemos atacar, por eso, esas actitudes de reposo vital, imperturbabilidad existencial y «relax» frente al prójimo que favorecen las condiciones por las que el pobre siga siendo más pobre y los niños su principal ví­ctima. Quizá sea ese nuestro «modus vivendi» el que clame al cielo y nos impida no sólo la superación de los otros, sino también nuestra propia salvación terrena. Recordemos que no nos podemos sentir plenamente humanos mientras haya gente con hambre en la calle o padeciendo injusticia.

La solidaridad, vista desde esta óptica, no es sólo una obligación con los otros, sino conmigo mismo. Cuando salvo al otro yo también me salvo. Escoger al humilde es escogerme a mí­ mismo. Su condenación es la mí­a misma. En consecuencia, no esperemos nada bueno para Guatemala mientras nuestra actitud siga siendo pasiva, mezquina y demasiado calculada. Es tiempo para la solidaridad, es ahora nuestro gran momento: unámonos.