í‰tica civil y religión


¿Es posible algún tipo de relación entre ética civil y religión? ¿No se tratará más bien de dos cosas totalmente opuestas e irreconciliables? ¿Pueden ser ciudadanos los creyentes? Son estas las preguntas que Adela Cortina desea responder y constituyen el motivo principal del libro que ahora se presenta. Se trata de un viaje a través del cual la autora ofrece su propia explicación y su convencimiento de la necesidad de un encuentro inteligente que lleve a todos los hombres a la búsqueda del bien.

Eduardo Blandón

El libro es de fácil lectura y aunque tiene espacios dedicados al discurso filosófico no se complican las cosas. Hay cinco capí­tulos distribuidos de la siguiente manera: I. ¿Una sociedad corrompida?; II. La crisis de los valores morales; III. Moral cí­vica y moral creyente; IV. El confuso mundo de los valores absolutos y; V. La gracia vino a Jesucristo.

Cortina dice que la ética civil consiste en un conjunto mí­nimo de valores tal que, si no es compartido por los ciudadanos de una sociedad pluralista, la convivencia (no sólo la coexistencia) entre ellos se hace imposible. Es decir, la filósofa afirma que una sociedad necesita por lo menos de una ética de «mí­nimos» para convivir. Esta serí­a la aspiración de una sociedad si quiere caminar hacia algún rumbo.

En la actualidad, sin embargo, se vive una «crisis de juicio moral» en la que es difí­cil identificar cualquier tipo de valor, forjar el carácter (ethos) y vivir una vida virtuosa. Estamos en un momento crí­tico en el sentido de un presunto daltonismo moral.

«Con la expresión ’crisis de juicio moral’ me refiero al hecho de que en las sociedades pluralistas no existen juicios morales claros, dados de antemano, cosa a la que no estamos acostumbrados quienes hemos vivido en una sociedad moralmente monista.».

La autora explica que la vida moral en el pasado era más bien fácil porque en un mundo cristiano cuyo pensamiento invadí­a todos los espacios, habí­a una única forma de pensar y sólo se necesitaba asentir para dar por terminado cualquier tipo de confusión. Hoy, por el contrario, ya no hay ningún monopolio respecto a cómo ver la vida, sino que existe una oferta prácticamente ilimitada. Por ejemplo hoy, ¿quién es el encargado de moralizar?; ¿quién está legitimado para decir a todos los ciudadanos qué es lo moralmente correcto?

Evidentemente hay una crisis filosófica que es, sobre todo, una crisis de fundamentos. Habituados a fundamentar la moral en la religión en sociedades confesionalmente cristianas o musulmanas, o bien en el materialismo histórico en sociedades confesionalmente comunistas, la aparición del pluralismo puso en crisis esos modelos de fundamentación como modelos compartidos. Hubo, pues, que recurrir a la filosofí­a moral ?es decir, a la ética? para ver si ofrece modelos de fundamentación que, por ser racionales, valgan para cualquier persona, sea cual fuere su fe religiosa o secular.

Al reconocer la crisis filosófica y ética la escritora aboga por una fundamentación racional que sea capaz de orientar la vida. Para esta labor, señala, las ofertas de los zubirianos y de la ética del discurso resultarí­an complementarias. Pero, ¿Cómo hacerlo? ¿Qué hacer para ganar ilusión y sentido? Aquí­ es donde expone su teorí­a de la ética de mí­nimos.

La ética de mí­nimos es una ética cí­vica, una ética de todos los ciudadanos, que permite tomar decisiones morales compartidas, sea en los comités éticos hospitalarios, o en la ética empresarial, como también criticar a los polí­ticos y transmitir unos valores a las generaciones futuras en centros no confesionales.

«La justicia se perfilarí­a entonces, como ha venido ocurriendo en ciertas tradiciones ilustradas, como una virtud que nos exige satisfacer unos mí­nimos básicos, mientras que la beneficencia se decantarí­a por aquellos máximos que no son universalmente exigibles y quedan, por tanto, en manos de la gratuidad: graciosamente pueden ser otorgados, pero no pueden ser perentoriamente exigidos».

¿Cómo puede funcionar un comité, habida cuenta de que sus miembros pueden tener distintas concepciones de bien y que exactamente lo mismo les ocurrirá a los pacientes? ¿No tendrán que fijar un «mí­nimo decente» de valores compartidos, de modo que las decisiones sean respetuosas con la pluralidad? Absolutamente que sí­ y para este trabajo espinoso es necesario el diálogo racional y sincero entre todos.

Hay dos tipos de racionalidad en el terreno de lo moral: la racionalidad de aquello que es universalmente exigible y la razonabilidad de lo que puede proponerse con pleno sentido, sin ser por eso exigible.

Con la racionalidad de lo universalmente exigible, dice Cortina, me refiero a aquellos contenidos que pueden defenderse y apoyarse en argumentos de tipo lógico y, por eso, quien los mantiene está legitimado para pretender que cualquier hombre dotado de racionalidad debe entenderlos y compartirlos; aunque no se trate de argumentos traducibles en una lógica formal, sino expresables a través de una lógica informal.

Lo razonable, sin embargo, es aquello que puede proponerse con pleno sentido, pero no puede exigirse universalmente, porque los argumentos que lo avalan son más narrativos que silogí­sticos, constituyen más el «argumento» de una narración que el de un razonamiento lógico. Por eso no pretenden convencer argumentativamente, de modo que el interlocutor quede «derrotado», sin argumentos, sino buscar una sintoní­a con el interlocutor, a través del argumento, siempre biográfico, de un relato.

Entonces, las éticas de la justicia o ’éticas de mí­nimos’ se ocupan únicamente de la dimensión universalizable del fenómeno moral, es decir, de aquellos deberes de justicia que son exigibles a cualquier ser racional y que, en definitiva, sólo componen unas exigencias mí­nimas. Las éticas de la felicidad, por el contrario, intentan ofrecer ideales de vida buena, en los que el conjunto de bienes de que los hombres podemos gozar se presentan jerarquizadamente como para producir la mayor felicidad posible. Son, por tanto, ’éticas de máximos’, que aconsejan seguir su modelo, nos invitan a tomarlo como orientación de la conducta, pero no pueden exigir que se siga, porque la felicidad es cosa de consejo e invitación, no de exigencia.

«Que la moral cí­vica es una moral de mí­nimos significa que lo que comparten los ciudadanos de una sociedad moderna no son determinados proyectos de felicidad, ya que distintos grupos proponen distintos ideales de vida buena, en el marco de una concepción del mundo religiosa, agnóstica o atea, y ninguno tiene derecho a imponerla a otros por la fuerza. Las concepciones religiosas, agnósticas o ateas del mundo que propongan un modelo de vida feliz constituyen lo que llamamos «éticas de máximos», y en una sociedad verdaderamente moderna son plurales; por eso podemos hablar en ellas de un pluralismo moral».

En conclusión, no hay contradicción entre ética civil y religión sino complementariedad. Esto porque la tarea para el creyente como para el no creyente, consiste en ir desentrañando a qué compromete en este momento histórico el reconocimiento de la dignidad humana: de qué somos dignos los hombres en concreto. Y en este averiguar en concreto nadie tiene respuestas a priori porque es preciso ir desentrañándolo a posteriori.

Este es un buen libro para acercarse suavemente a la ética y tratar de entender un tema que para algunos quizá no tenga solución. Lo puede comprar en la librerí­a Loyola.