Terror, miedo, indiferencia


Es un tema recurrente, casi obligatorio para todos los que escribimos un segmento de opinión, incluso para los lectores que en internet hacen sus comentarios y que como guatemaltecos comparten esa preocupación: la violencia extrema que nunca como hoy ha creado ciudades llenas de terror, miedo y al mismo tiempo de indiferencia.

Héctor Luna Troccoli

Aquella frase de «en mis tiempos se podí­a dejar la puerta abierta y salir a pasear en la noche con toda tranquilidad» ya quedó para la historia, porque ahora la realidad supera a la fantasí­a del horror. Nunca, incluso cuando fui reportero de sucesos casi 15 años, durante la guerra sucia,  supe de niños  que asesinaran o extorsionaran, o que se desmembraran los cuerpos y después se tiraran sus partes en plena ví­a pública y a plena luz del dí­a, ni que se asesinara a tantas mujeres, ni que el miembro de una pandilla matara a una mujer de 63 años, como «prueba de su valor» para poder ingresar a la clica o que se lanzara una granada a un bus urbano saturado de personas inocentes o que se acribillara un bus y murieran cinco personas a las 9.30 horas, o que frente a una iglesia en un auto pasaran ametrallando a un grupo de jóvenes y resultara uno muerto y seis heridos, o que sin ninguna razón se asesinara indiscriminadamente a niños y niñas… En aquella guerra sucia que muchos vivimos de cerca, la violencia de la represión movida por ideologí­as absurdas y el sentimiento oscuro de llegar al poder, produjo muchas ví­ctimas inocentes, como ocurre en cualquier guerra, en donde ese odio alimenta el ansia por matar con armas que fueron puestas en manos de asesinos. Era, tristemente, una guerra estúpida, despiadada y siniestra que para muchos capitalinos, existí­a muy lejos.

Ahora, una gran mayorí­a de guatemaltecos (sin carros blindados, ni guaruras a discreción), sobrevivimos en una guerra diferente, en donde dos bandos conformados por las maras, las más sanguinarias y el narcotráfico, nos están acabando poco a poco, gracias a un sistema de justicia, un sistema de seguridad, un sistema polí­tico, un Estado en su conjunto que no funciona, porque ya fue superado por la criminalidad (maras y narcotráfico), que amenaza, roba, asesina, extorsiona, y asalta, amparados por la más oscura noche de impunidad y corrupción que desde hace muchos años hemos sufrido y que ahora es más visible y más repugnante.

Vivimos bajo la sombra del terror y el olor del miedo y algunos, ya acostumbrados, bajo la consigna de la indiferencia por lo que pasa. Ni siquiera pensamos en ayudar a una ví­ctima porque nuestra razón y la lógica nos indican que nosotros podemos ser también otra ví­ctima de esta violencia desenfrenada. Y, si algún valiente lleva su arma para protegerse y le dispara a un maleante, es seguro que entonces él será el delincuente e irá a parar a la cárcel, junto a los más degradados delincuentes y no, en un lugar especial, como disfrutan otros, delincuentes de cuello blanco que o se encuentran libres o disfrutan de «suites carcelarias». Por eso ya no creemos, por eso somos indiferentes y estamos a pocos pasos de convertirnos en salvajes.

Ante la ineficiencia del Estado para brindar la seguridad que la Constitución le impone como una obligación, estoy seguro, sobre todo los que de una u otra manera hemos sufrido los efectos de la criminalidad y la injusticia, que, no una, sino varias veces, hemos pensado en tomar justicia por nuestra propia mano o desear que exista una limpieza social, eliminándose a estos roedores del paí­s, que se esconden en rincones y salen a cometer sus fechorí­as cuando les viene en gana.

¿Limpieza social? ¿Para ponernos a la misma altura de estos desalmados? ¿Cometer más crí­menes y ser también asesinos? Estas frases que muchas veces salen de las voces de los indiferentes, de los que están bien cuidados y bien comidos o los que claman en nombre de los derechos humanos de los victimarios y callan por los de las ví­ctimas, son los que deben meditar sobre soluciones valederas y no retóricas como las que leemos, escuchamos, comentamos y soñamos.

Mi recordado maestro de Derecho Penal, el doctor Baudilio Navarro Batres, era enemigo acérrimo de la pena de muerte y partidario de la rehabilitación del delincuente sobre lo cual escribió varios libros, una vez me preguntó en las aulas ¿que se saca usted con aplicar la pena de muerte? y le contesté: librar a la sociedad de un delincuente, de una vez y para siempre.

 Pero para que no se crea que no concibo otra salida, propongo otra: mandar al Organismo Judicial, al Ministerio Público, a los diputados a que aprendan y asimilen lo que ocurre en la República Popular China en donde un delincuente, sea este un funcionario público corrupto o un perturbado mental que hiera y mata con un cuchillo a varias personas, es capturado y juzgado y fusilado en un mes y medio que dura el «proceso». Sin recursos de amparo que valgan. Ellos -los chinos que son hoy por hoy la primera economí­a del mundo, tienen leyes eficientes y rápidas, jueces