La insensata intención presidencial de crear un impuesto de quince centavos de quetzal por cada minuto de comunicación telefónica celular, ha brindado la oportunidad de examinar tres argumentos apologéticos, que obtendrían el primer premio en un certamen de dialéctica absurda.
El primer argumento es que el impuesto no incrementará el costo de la comunicación telefónica, porque no recaerá sobre el consumo sino sobre el «tráfico telefónico». Es un argumento absurdo, como también lo sería argumentar que un incremento del impuesto sobre el capital utilizado para fabricar zapatos, no incrementará el precio de los zapatos, porque no es un impuesto sobre el consumo de esos bienes. Todos los impuestos que paga una empresa, son costos; y quien realmente paga todos los costos en que esa empresa incurre, es el consumidor final de los bienes que ella produce. Es él, entonces, quien paga todos los impuestos que aparentemente la empresa paga.
El segundo argumento es que las empresas que suministran servicios de telefonía celular ya han recuperado el dinero que invirtieron y, por consiguiente, son aptas para pagar un nuevo impuesto (que precisamente sería el impuesto de quince centavos por cada minuto de comunicación telefónica celular). Es un argumento absurdo, como lo es argumentar que quien ya terminó de pagar el crédito hipotecario que obtuvo para comprar una casa, es apto para pagar un nuevo impuesto. Empero, el argumento también es absurdo porque presupone que no hay obsolescencia tecnológica y que, por consiguiente, no es necesario invertir nuevamente en actualización tecnológica, y preservar la capacidad de competir eficazmente.
El tercer argumento es que hay tanta competencia por suministrar servicios de telefonía celular, que las empresas que suministran esos servicios no podrían transferirle el nuevo impuesto al consumidor final. Es un argumento absurdo, como lo es argumentar que hay tanta competencia por expender carne de res, que si se creara un nuevo impuesto sobre este producto, los expendedores no podrían transferirle ese impuesto al consumidor final. Aunque haya una feroz competencia, las empresas que suministran servicios de telefonía celular tenderán a transferirle al consumidor final, el costo del nuevo impuesto, de modo tal que no se reduzca la rentabilidad esperada de la inversión.
No conozco a un ciudadano guatemalteco que no sea portador de un teléfono celular. Ese ciudadano es, por ejemplo, un plomero, un carpintero, un albañil, un mecánico automotriz, un jardinero, una cocinera, un zapatero, o un mensajero. Quizá el teléfono celular es el producto electrónico más popular en Guatemala. Empero, observo que la mayoría se esfuerza extraordinariamente por economizar tiempo de comunicación telefónica celular. Se esfuerza por economizar, no ya minutos, sino segundos. A veces dispone de tiempo únicamente para emitir alguna posible «llamada» urgente; o para notificar que ya no podrá emitir «llamadas» sino sólo recibirlas, hasta tener dinero para comprar más tiempo de comunicación, con tarjeta.
El nuevo impuesto convertiría al teléfono celular en un bien lujosísimo. Millones de ciudadanos lo usarían sólo para la comunicación más urgente; y así volverían a la miseria telecomunicacional que la telefonía celular había contribuido a eliminar. Hay indicios de que el mero anuncio de ese nuevo impuesto ha provocado ya terror en esos millones de ciudadanos.
Post scriptum. Cualquier nuevo impuesto, o cualquier aumento de impuestos, debe ser declarado maldición nacional.