Terremotos: cultura material y espiritual


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En uno de los retablos de la Iglesia de La Merced, en la zona 1 capitalina, se encuentran dos figuras de santos que fueron incluidos dentro de las devociones del guatemalteco para la protección de los terremotos. Se trata de San Emigdio y de San Cesario, en el retablo de la Inmaculada Concepción. Sin duda, eran dos santos que eran muy poco conocidos en la época de la construcción del templo, puesto que fueron pintados con sus nombres para que se les conociera.

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POR MARIO CORDERO ÁVILA

Cabe recordar que este templo fue uno de los primeros en edificarse tras el traslado de la capital al Valle de La Ermita, debido a los terremotos que destruyeron la entonces ciudad Santiago de Guatemala. El pensamiento escolástico, vigente en esa época, debió considerar que bastaba con la invocación de los santos para la protección contra los terremotos.

San Emigdio fue un obispo y mártir de la Iglesia Católica, fallecido en Alemania en el año 304; su fiesta se celebra el 9 de agosto. Se le considera patrono contra los terremotos, debido a que hizo derribar una estatua de Esculapio en un templo pagano de Roma. Se le representa con su traje obispal y con una torre o construcción que se desmorona. Murió decapitado durante la persecución de Diocleciano.

Mientras que San Cesario Nazario también es patrono contra los terremotos. En el año 368, estuvo a punto de perder la vida en un terremoto, y tras la experiencia renunció a todos sus bienes materiales y se dedicó a repartir sus riquezas entre los pobres. Murió al poco tiempo después del sismo que sufrió.

Como se mencionó, estos santos eran poco conocidos hace dos siglos por la sociedad guatemalteca, pero los religiosos mercedarios los introdujeron entre los santos de los retablos de su nuevo templo, a manera de buscar protección, tras la mala experiencia vivida en la ahora Antigua Guatemala.

Para nadie es sorpresa que en Guatemala tiemble. De hecho, diariamente ocurren decenas de sismos, la mayoría casi imperceptibles. Los terremotos han estado tan ligados a las sociedades, que cierta parte de nuestra cultura ha tenido que adaptarse para tener una mejor resistencia ante los movimientos telúricos.

Claro está que aún falta mucha educación antisísmica en el país, y el terremoto del 7 de noviembre, que afectó principalmente al occidente de Guatemala, nos hace pensar que no toda la población, ni las políticas de prevención, se han encaminado a la idea de reducir el impacto de los terremotos.

En Guatemala, desde el terremoto de 1976, la arquitectura se ha visto modificada por los estándares que requiere un país sísmico. Sin embargo, estos criterios se han tomado sobre todo en las regiones que fueron más afectadas por el seísmo, es decir, la ciudad capital.

Los capitalinos de la Nueva Guatemala de la Asunción han padecido dos fenómenos telúricos: los terremotos de 1916 y 1917 y el terremoto de 1976. Mientras que anteriormente, en Antigua Guatemala, se padecieron otros dos, uno de los cuales obligó al traslado de la ciudad. Uno el 29 de septiembre de 1717, que además de terremoto también registró actividad volcánica, y el otro el 29 de julio de 1773.

Cabe resaltar que, según el pensamiento escolástico de la época, estos últimos terremotos mencionados aún se les denominaban por el nombre del santo cuya celebración se recordaba en el día del sismo. Así que el terremoto de 1717 se conoció como la Ruina de San Miguel, y el otro como Terremoto de Santa Marta. El primero no solo se llamó terremoto, sino que ruina, debido a que fue mucho más que un sismo.

Para el primero de estos, aún en la ciudad colonial, Tomás de Arana, del Consejo de Su Majestad oidor de la Real Audiencia, fue testigo presencial y escribió la “Relación de los estragos y ruinas que ha padecido la Ciudad de Santiago de Guatemala, por los terremotos y fuego de sus volcanes en este año de 1717”. Otro testigo que escribió sobre este suceso fue Cristóbal de Hincapié Meléndez, quien tituló su crónica “Breve relación del fuego, temblores y ruina de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de los Caballeros de Santiago de Guatemala, año de 1717”.

RUINA DE SAN MIGUEL
De acuerdo con la narración de Tomás de Arana, el 27 de agosto de 1717, como a las seis de la tarde, uno de los tres volcanes que rodean la ciudad de Antigua Guatemala, el que se inclina más al sur empezó a mostrar “fuego”. Y si justo fue denominar Volcán de Agua tras la destrucción de Ciudad Vieja, desde entonces se conocería a este coloso como Volcán de Fuego. Según narra, los primeros en darse cuenta de la inminente erupción, dejaron el lecho, y se empiezan a inquietar por la potencia con que se observa ese fenómeno.

De Arana narra lo siguiente, que muestra lo característico de la sociedad colonial de entonces: “con que unos medio desnudos, otros sin más abrigo que la colcha o frazada del lecho en que reposaban, abrazados con imágenes de Cristo crucificado, de María Santísima o las que el acaso pudo en la turbación ponerles en las manos, olvidados los unos de los otros, los padres de los hijos, los maridos de las mujeres y aun algunos de sí mismos, salieron por las calles, con tan turbadas y elevadas voces, pidiendo unos misericordia, clamando otros a los santos de su devoción, lamentando otros la última ruina y estrago que esperaban, con que pudieron los más poseídos del sueño abrir los ojos a mayor horror y espanto”.

Buena parte de este relato, hace ver las creencias religiosas que tenía esta sociedad; el pensamiento escolástico se basaba en las ideas sobre Dios, y éste como centro de todo. Por ello, es que no sorprende que estos pobladores se hayan acogido a rezar, invocar intercesión de los santos, o buscar protección en templos o en los sacramentos.

“en la (plaza) mayor estaba el ilustrísimo y reverendísimo señor obispo de esta Diócesis, acompañado de los señores capitulares de esta Santa Iglesia con el Santísimo Sacramento en las manos, exorcizando y conjurando los espíritus enemigos del linaje humano, que parecían hacer guerra por ministerio de la misma naturaleza, con especial licencia del Príncipe y Autor de ella. Sacáronse a la misma plaza las imágenes y reliquias de mayor veneración y culto, que deposita esta Catedral: en lo que el oído podía percibir del menos preocupado de la turbación, sólo se alcanzaban ecos de contrición, misericordia, confesiones públicas de los pecados, impetraciones de absolución, y en fin, para mayor honra y gloria de Dios, exaltación de la Santa fe y confusión de la herejía, parece que al paso que los demonios vibraban rayos, formaban espantosas visiones sobre los volcanes, ocupaban el aire con densas y oscuras nubes, y ostentaban su poder con la divina permisión para conspirarse contra los moradores de esta ciudad, se encendían los católicos en las vivas llamas de la fe para la oposición y defensa, pues el más bárbaro el más olvidado de su alma, el más estragado en los vicios, pudiera ser ejemplo de edificación en los fervorosos, ardientes efectos y actos de amor y esperanza que le dictaba su celo.”

Por suerte, hoy día hemos asumido otras actitudes de cara a un temblor, y en vez de buscar protección en crucifijos, lo hacemos buscando marcos de puerta o en el llamado “Triángulo de la Vida”, o bien saliendo serenamente (a veces no tanto) a la calle, y en vez de intentar resguardar las reliquias e imágenes, buscamos primero salvarnos a nosotros y a nuestras familiares.

Por su parte, en la otra relación de Cristóbal de Hincapié Meléndez, es mucho más corta que la de De Arana, aunque más elaborada porque fue escrita en décimas, aunque la versificación no fue seguida al pie de la letra. Es decir, don Cristóbal no era un buen versificador, y por tanto no supo de rimas ni de ritmos ni de acentos ni de conteo de sílabas. Simplemente distribuyó la mayor parte de su relato en estrofas de diez versos, aunque las estrofas finales decidió dejar la décima y dejar cuantos versos le dictaba su inspiración. Claro está, que esto a la luz de las tendencias del verso libre no suena tan mal, pero cabe recordar que el verso libre habrá sido iniciado hasta finales del siglo XIX, y perfeccionado hasta el siglo XX, por lo que en su época el señor Hincapié Meléndez debió haber sido considerado un mal versificador.

Este relato coincide en mucho con el de De Arana, sobre todo en narrar las interpretaciones religiosas que los pobladores dieron al terremoto y erupción de San Miguel. “Allí el incendio conjuran, / allí las imágenes sacan / de mayor veneración, / y reliquias veneradas; / hasta que nuestro pastor / sacó al Señor a las gradas; / rebosándole la fe / en sus ardientes palabras, / mandó con divino imperio / al volcán se sosegara. // Quebró al instante el incendio, / ¡cosa rara! mas no extraña, / porque no es extraño en Dios / socorrer a quien le llama.”

TERREMOTOS DE SANTA MARTA
Para la descripción del terremoto de 1773, Agustín Gómez Carrillo escribió la relación de los terremotos de Santa Marta, en julio de ese año, que obligaron a tomar la decisión de trasladar la capital del entonces Reyno de Guatemala.

Gómez Carrillo, padre del llamado Príncipe de los Cronistas, no fue testigo presencial del terremoto; más bien, escribió su relato consultando fuentes documentales del suceso. Aunque la sociedad de entonces ya no poseía ese pensamiento casi mágico sobre los fenómenos naturales, al considerar todo como efecto de la lucha entre el bien y el mal, entre Dios y sus enemigos, sí se pueden leer algunos fragmentos en que nos hacen creer que esa sociedad es muy extraña a la nuestra.

Gómez Carrillo transcribe en su crónica un relato de un sacerdote Cadena, quien sí habría experimentado el terremoto: “Este día, digno de notarse con negros cálculos y el más funesto para Guatemala, por haber sido el de su lamentable catástrofe, a las tres y cuarenta minutos de la tarde tembló la tierra. Fue bien rápido ese primer temblor, pero tan violento que hizo salir de sus casas a los habitantes de la ciudad, que despavoridos estaban en calles y plazas cuando, diez minutos después, sobrevino el segundo, tan inesperado como terrible, y cuyos desastrosos efectos comenzaron a notarse en el acto mismo, en la destrucción de los edificios que se hendían o desplomaban con estrépito. Fue tan brusco, vario y prolongado el movimiento, que las gentes no podían mantenerse en pie, y se tendían en tierra; los árboles que no eran arrancados de raíz barrían el suelo con sus ramas, inclinándolas a uno y otro lado; saltaban los ladrillos de los pisos y las piedras de las calles, y las campanas sonaban por sí mismas, como pregonando la desgracia que ocurría.”

“El terror de que estaban todos poseídos, pues nadie pensaba más que en salvar la vida, y la densa nube de polvo que formaban los fragmentos caídos de los edificios impidieron aquella tarde medir en toda su extensión el mal causado. Sofocados por el polvo murieron muchos y otros entre las ruinas, porque, creyendo algunos huir del peligro, iban más bien a buscarlo al interior de las casas que caían, tan turbados estaban los ánimos. Acobardados los vecinos de la ciudad ante tremenda conmoción de la tierra, y temiendo que ésta se abriese de un momento a otro, para sepultarlos en sus entrañas, huían por todos lados, por lo campos principalmente, tratando de ponerse bien con Dios, cuya clemencia imploraban a gritos.”

“Dejaron también sus habitaciones los enfermos y los habitualmente inválidos o achacosos, llevados de ese natural apego a la vida, que nunca abandona a la humana especie; echáronse a la calle arrastrándose como les fue posible; y entre la confusa y afligida muchedumbre veíase a las monjas y beatas, que tuvieron que ponerse precipitadamente en salvo, y a los criminales, que en número de cuatrocientos se escaparon de la cárcel de Corte y de la de Cabildo; muchas personas daban señales de tener trastornado el juicio; y entre las masas de atribuladas gentes se abrían paso los perros aullando, los caballos y demás animales domésticos, obedeciendo todos al natural instinto de conservación.”

“Cada uno imploraba de la piedad del otro algún socorro; pero nadie lograba el auxilio porque nadie podía valerse aun a sí mismo, y todos padecían igual conflicto. Olvidaron los padres a sus hijos; los maridos desatendían a sus mujeres; en nadie se hallaba el menor consuelo: todos eran inválidos; todos estaban sumamente atribulados; muchos, oprimidos por el dolor y la congoja, padecieron mortales desmayos aquella tarde; a algunos, sólo el susto quitó la vida, como sucedió a don Antonio Hermosilla, nombrado corregidor de Sonsonate; unos, con sus acciones desarregladas y otros con las palabras risibles que proferían, daban claro testimonio de tener perdido o trastornado el juicio.”

TERREMOTOS DEL SIGLO XX
El terremoto de Santa Marta obligó al traslado de la capital al Valle de la Ermita. Sin embargo, tal y como se infiere de la protección invocada a los santos contra los terremotos, la ciudad se construyó sin prever nuevas desgracias. Las autoridades aún no sabían el poder sísmico en que se asienta la nación, por lo que aún no sabían de normas de construcción ante esto.

La ciudad de Guatemala intentó ser un calco de la Antigua Guatemala. Sus templos fueron construidos siguiendo el estilo barroco, aunque el neoclasicismo ya llegaba (tarde) a las tendencias arquitectónicas del país.

Fue hasta 1916, cuando la capital experimentó un nuevo sismo que de nuevo destruyó buena parte de los edificios que se construyeron sin la más mínima noción de arquitectura antisísmica. Como resultado de ello, y ante los avances de la arquitectura y la mejora en los materiales de construcción, hubo mayor conocimiento para la reconstrucción.

El pensamiento escolástico, basado en Dios, ya había sido dejado atrás para entonces, debido al fuerte impulso que los gobiernos liberales hicieron para cambiar de filosofía, así como las nuevas tendencias del pensamiento positivista, que se basaba más en la ciencia.

Ello influyó para que poco a poco se fuera tomando conciencia de esta realidad sísmica. En las casas de antaño, tras el terremoto de principios de siglo, fue común la construcción de una casa más pequeña llamada “temblorera”. Ésta era mucho más pequeña y liviana, usualmente con techo de lámina, y que se pensaba para poder resistir los sismos. La idea era, quizá, que en caso de terremoto toda la familia pudiera refugiarse en la temblorera, y también guardar allí las reliquias familiares.

Sin embargo, por más de 50 años, es decir dos generaciones, no hubo terremotos, por lo que las tembloreras fueron perdiendo su función principal y se fueron convirtiendo en bodegas, o dicho en buen chapín, cachivacheros o cuartos de trebejos, de tal suerte que tras el terremoto, estas tembloreras ya no se elaboraron en las casas. Hoy día, es difícil hallar una casa con esta construcción, sobre todo por la sobre población de la ciudad capital, que ha obligado a casas más pequeñas, o bien a construir en toda la extensión del terreno.

Tras el terremoto que afectó especialmente San Marcos, se evidenció que en el occidente del país aún persistían ciertas casas que utilizaban materiales que fueron considerados no adecuados para un país sísmico. El adobe artesanal y las tejas son muy peligrosas para el país, aunque quizá en los anteriores terremotos las ciudades del occidente aún no habían crecido de la forma en que están ahora.

Al menos, dentro de nuestra cultura de prevención ante terremotos, ya hemos incluido el tener mejores construcciones, guardar la calma, procurar el bienestar de los demás, entre otras, y ya no salimos corriendo con crucifijos pidiéndole a Dios que pare este fenómeno natural, sin importarnos si salimos pisoteando a los heridos. Sin embargo, cabe resaltar que aún nos falta mucho por aprender, pese a las duras experiencias que hemos tenido en cuanto a terremotos. Es de lamentar las víctimas mortales y a los damnificados de este terremoto (que en la época colonial le hubieran denominado como el Terremoto de San Ernesto, por el día en que ocurrió), pero en honor de ellos debemos honrarlos al adoptar mejores normas de construcción y adquiriendo una mejor cultura antisísmica, para que en el futuro ya no lamentemos este saldo trágico.