Temblor de tierra


Antonio Cerezo

A mí­ no me crean nada. Lo que les cuento me lo contaron y todo lo que hago es trasladárselos a través de estas letras. Dicen que esa vez hubo un temblor de tierra de padre y señor mí­o. Un triquitraque espectacular que movió árboles, rajó edificios y enloqueció a más de algún corazón que emprendió el galope desesperado.


Esa vez fue doble el susto. Primero el aterrizaje en un aeropuerto flanqueado por cerros, la pista rodeada de casas, la carretera que se cruza en el camino de los aviones, el semáforo que da paso a las aeronaves hacia una pista corta, en fin, una serie de valladares que obligan a los pilotos a sacar lo mejor de su repertorio para no estrellarse de narices. Las naves pasan tan cerca de las casas que se escuchan los pujidos y gritos que las ménades emiten para satisfacer a sus clientes, a través de las ventanas del prostí­bulo que les gusta visitar a mis amigos en sus ratos de solaz y esparcimiento.

Cuando la nave cayó ese dí­a se escuchó el «bienvenidos a Tegucigalpa, bella capital de la República de Honduras. Les sugerimos permanecer sentados pues la llegada del avión al edificio principal todaví­a tomará unos minutos… la hora local, las seis de la tarde…» El primer susto y normalmente el único, habí­a pasado. Sólo quedaba hacer la fila y tener paciencia con la lentitud de los empleados de migración. Pero bueno, habí­an llegado a Tegucigalpa una vez más, para celebrar la reunión mensual del Grupo Técnico de Tributos Internos (GTTI).

Juan, Vidal y Plinio habí­an llegado de avanzada porque, ni modo, trabajan en las instituciones que salen de sus empleados un dí­a antes para que asistan a las reuniones programadas en el extranjero. Así­ pueden cenar tranquilos, tomarse un par de tragos, bailar con alguna señorita de esas que ofrecen servicios amorosos, en fin, los tratan como reyes.

Al llegar al hotel Juan y Vidal se echaron un sugerente vistazo. Habí­an notado en la esquina a las mismas trabajadoras del sexo que en otras oportunidades les proporcionaron ratos apacibles. No se piense en los extremos. Según ellos se trataba sólo de plática, baile, comida, en fin, un simple descanso de la rutina diaria. Plinio, por el contrario, muy serio, ofreció pagar el taxi.

Juan y Vidal entraron riéndose al lobby del hotel. Se sentí­an relajados, prestos a iniciar una noche interesante. En ese momento vino el segundo susto: rugió la tierra. El temblor fue incontrolable, los muebles se movieron, las lámparas oscilaron cual columpios y los dos amigos se lanzaron miradas de incertidumbre e impotencia. Ni por asomo afloró a sus mentes la figura de Plinio que habí­a quedado fuera del hotel para cubrir los gastos del taxi. Cuando todo volvió a la calma, como si nada hubiera ocurrido, los dos amigos se reportaron en recepción, pidieron tarjetas para registrarse y comenzaron a llenarlas.

Plinio entró con la mirada perdida. Sus ojos atormentados se moví­an alternativamente de Juan a Vidal. Puta qué susto, dijo Juan; qué vergazo! atinó a decir Vidal viendo la cara de susto de Plinio que tení­a los ojos desorbitados.

Me asaltaron!! dijo Plinio. Puta éste está loco, pensó Vidal. Este ya delira, fue la frase que surcó la mente de Juan. Sí­, me asaltaron, repetí­a Plinio con la cara desencajada. Este se ahuevó con el temblor, pensó Juan. No jodás, salió de la boca de Vidal en el momento en que Plinio le enseñaba los raspones de las manos y el brazo. Y qué pasó? Pues que me jalaron el maletí­n, eran dos tipos en moto, me tiraron al piso, vieran qué somatón, me arrastraron, se llevaron los papeles, mi maletí­n… le herví­a la boca. Juan y Vidal todaví­a incrédulos, comenzaron a ver las evidencias del asalto: raspones en las manos, cojera, el pelo parado… y lo que es peor, el temblor de tierra. Parecí­a imposible pero la evidencia era irrefutable: el rugir de la moto, la violencia del asalto y la caí­da de Plinio, ese tremendo somatón, provocó el hamaqueo inenarrable que Juan y Vidal sufrieron a su ingreso al hotel.

Llamaron al médico, inyectaron a Plinio, le dieron pastillas. En la recepción del hotel se disculparon con él; Juan y Vidal ya preocupados le pusieron atención. No sé si cenaron. Me imagino que sí­ pues no podí­a quedarse frustrada la noche planeada con tragos, amigas, baile… Consternado enseñó su reloj: un Seiko Kinetic como de quinientos dólares, según contó esa noche, se habí­a detenido. Puchis, muchá, mi reloj, se lamentaba Plinio. Finalmente, pese al dolor, pudo dormir bien, por los sedantes.

Al dí­a siguiente lo supo Clarisa. Lo apapachó todo el dí­a. Le dio pastillas para el dolor, lo sobó con alcohol, lo halagó diciéndole que era muy valiente, lo abrazó, lo llevó a una relojerí­a para presupuestar la reparación del Seiko Kinetic, pero era muy cara. Con todo el dolor de su corazón, lo guardó de recuerdo. Marcaba las ocho y quince.

Lo más jodido de toda esta historia, según me contaron, es que el famoso Plinio se moví­a por todos lados sin ningún papel, sin maletí­n, sin nada, como si la Institución que lo envió a reunión lo hubiera mandado a pasear. Los compañeros lo tachaban de irresponsable por esta situación y de arrastrado por la forma como se pegaba a Clarisa, lloraba, se lamentaba por lo ocurrido.