Tejiendo entuertos y pelando cables: la Abuela y sus correrías


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Ella sabía de antemano que eso iba a pasar, lo presagiaba, lo presentía todo el tiempo, se imaginaba allá afuera, sin nadie a la par, sin presiones de tiempo, sin limitaciones de espacio. Cuando al fin estuvo en ese punto, corrió apresurada para juntarse con sus hermanos y hermanas:

POR JUAN JOSÉ NARCISO CHÚA

Rodrigo, Roberto, Bertha, Marta, Luz, Adolfo y Nora y ya juntos repasar aquellos juegos de infancia, aquellas correrías de libertad en Llano Largo, en donde bajaban jocotes, cortaban mangos de los vecinos, jugaban con la vaca Nochebuena, iban al río o “rión”, como le llamaban para ayudar a su mamá y su tía Tina para lavar la ropa y otros enseres, pero ellos aprovechaban para jugar, para chapalear en el agua, para nadar a su modo, para divertirse.

En ese jolgorio se encontraba, cuando de repente se apareció su papá, Don Roberto Isaac, que venía en su enorme caballo cargado de leña, dispuesto a la venta de su carga, en las cercanías del lugar o un poco más cerca de la capital, allá por el Amate o la Parroquia. 

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en la 10ª A y 1ª. Calle, allá en el Barrio Moderno, en medio de una gran “bulla”, había mucha preocupación en la cara de sus padres, había movimiento de gente, las personas murmuraban, el cielo tronaba y se sentía que algo pasaba.  “Patojos escóndase” gritó Don Roberto, pónganse debajo de las camas, “la cosa está jodida”, dijo apresurado.  Ellos jóvenes aún, no comprendían qué ocurría, pero obedecieron y escuchaban retumbos, escuchaban carreras de gente, gritos de personas, se oían balazos, se sentían movimientos, se presentían aires de cambio.  Sin saber del todo lo que pasaba, se enteraron que ocurría la Revolución y su 20 de octubre y que Ubico salía del poder y se gritaba por todos lados “Viva Arévalo”.

Un enorme ruido se sintió cercano, cuando ella apareció en la zona 5, cerca de la iglesia de Santa Ana, en donde se hacía acompañar por la Piíta y el compadre Víctor, degustando de la rica cocina de la comadre y de las carcajadas de ambos, cuando atendían “La Puerta del Sol”, vendiendo aguas, cervezas, dulces, coyoles, tamales y sorpresas, mientras a los patojos se les bañaba en la pila.  La Normita, Luis, Raúl y Beatriz, complementaban el cuadro de aquella casa cercana a la “embajada” que estaba en la esquina.

Un carro pasó sonando la  bocina y despertó de la siesta, en la zona 2, en Ciudad Nueva, ahí con Doña Carmela y Doña Guicha, se confabulaban para mantener el piso como espejo, matando gallinas para el almuerzo del domingo. La Abuela hacía de Santa Claus, para Navidad con los patojos y con la complicidad del Abuelo, se encargaban de los “cuetes”, el árbol, la fogata y en un 25 por la mañana los patojos encontraron sus primeras bicicletas, un recuerdo imborrable y la niña tuvo su propio regalo.

Aguantando a los patojos que pasaban como bólidos con sus bicicletas y casi cayéndose por esquivarlos paró de lleno en la casa de los Cordero en la 12 avenida de la zona dos, en donde la Abuela se las ingeniaba para contribuir con los ingresos con pensionistas y almuerzos diarios, mientras los patojos estudiaban y jugaban con el Yankee que el Abuelo había traído. La presencia y el apoyo permanente de Doña Alcira y Don Guayo, allá en su Sagrado Corazón, proveyó de un clima de relaciones con amigos y conocidos, con muchas fiestas y reuniones con los Palomo.

El ruido de la Martí y su tráfico contribuyó para hacerla aparecer unas cuadras más arriba, en la 10ª avenida del Barrio Moderno, junto con sus hermanas Luz, Bertha y Nora, en donde el tropel de primos ya era impresionante y la bulla se hacía imposible cuando jugaban y corrían por todos lados o cuando se refugiaban en el “sitio”, para jugar al “comix”, al trompo, a los soldados, la ranita, las chamuscas y otros juegos similares.  La Abuela con sus hermanas veían la felicidad de todos los patojos y se complacían en el placer de sentirlos y observarlos felices.  El Ringo y el Canche ronroneaban por todos lados y los gallos peleoneros, las gallinas, las pericas y los loros, complementaban ese inolvidable espacio de tiempo en ese eterno lugar.

Un vaso se quebró y la Abuela cayó en aquel sillón entre verde y amarillo, en una casita de lámina tejalita, allá en San Rafael, las paredes recién pintadas con combinaciones agradables y un piso de granito verde y amarillo, cobijaban su primera casa propia, en la cual el Abuelo había trabajado para conseguirla.  Doña Adrianita y Don Hugo, fueron los referentes inmediatos y sus hijos se quedaron para siempre de amigos.  La Colonia de San Rafael se convirtió en el pueblo, en el terruño querido, aquel espacio en donde se tejieron amistades eternas, el deporte fue imprescindible y donde los Abuelos maduraron.  La Abuela vivió y sufrió el terremoto del 76, se asustó grandemente y siempre pensaba que iba a ocurrir uno más fuerte que el anterior.

Cuando llegó la réplica mayor, se levantó en un barrio grande y los Abuelos, pudieron observar que la descendencia ya había crecido con varios nietos y nietas y la algarabía y los pelotazos del Bebeto se volvieron célebres por los somatones en el portón, los churrascos dominicales y la despedida del Abuelo.  Uno de esos famosos pelotazos llevó a la Abuela a un lugar sin espacio y sin tiempo, discurriendo entre días y noches sin número, oyendo pero no escuchando del todo, en parajes que recordaba, pero no precisaba, en caminatas allá por el centro pero sola, ajena, distante.  Ella caminaba con sus hermanos en Llano Largo, ella jugaba de niña, ella crecía de repente y se hacía adolescente. La Abuela se encaramaba en árboles, “potranqueaba” con sus hermanas, se “sangarreaba” con sus compañeras, andaba pizpireta por ahí pero también se desconcentraba, se hundía en callejones desconocidos, en calles sin nombre, en espacios sin límites.

Así caminando se encontró en una calle infinita, sin nombre, sin tiempo y sin espacio, cuando un alma noble ofreció llevarla a donde la Abuela le dijo que vivía, “por San Sebastián…”, le dijo y cuando el ruido de la moto se apagó se encontró con hombres con disfraces que vivían en un lugar grande y lleno de máquinas, para toparse de sopetón con un tropel de nietos que le sonreían y le decían con lágrimas en los ojos, bienvenida Abuela.