Te espero


Tic-tac, tic-tac un reloj colgaba en un dintel a unos tres metros… la segundera lenta y un tac extendido cada minuto. Tras unos gruesos lentes con aros de carey, una enfermera, alta y canosa contaba sus arrugas con las uñas esmaltadas sobre pintura vieja.

Juan Carlos Castellanos

Una trompeta desafinada era su voz cuando gritaba ¡Oochentiooocho! Su número era el ciento cincuenta y pico. Tic, tic… ti… t… ¡El maldito reloj paró! El murmullo era lejano, silencioso, un arrullo.

Le tronaban las tripas y se fue acordando de la borrachera que se puso cuando cumplió 30, en la costa: también los murmullos se hicieron lejanos, como si muriera lentamente, y tuvo frí­o en los pies primero, después en las manos, hasta que la cabeza se hizo más pesada y se deslizó hacia el suelo, quedando colgando. Otro electricista lo llevó a su cama y lo dejó padecer el frí­o de la brisa marina sobre las tablas desnudas.

Hasta la enfermera repugnante del hospital podí­a ser la misma que le bailó con una falda indiscreta de mantilla antes de emborracharlo ¡noveentaaa! Y no estaba en una playa sino en un hospital, esperando a que sesentitantos aburrieran al doctor para recibir analgésicos pasados.

La enfermera era casi una niña, pero sabí­a su arte. Con la mano izquierda dormida se acomodó la camisa y se apretó un saco de lana cruda que no impedí­a el paso del frí­o salino. Al dí­a siguiente casi no podí­a sujetar la herramienta, pero habí­a que hacerle.

Las manos le temblaban y su turno dio casi dando saltitos como números tení­a. Intentó levantarse y no pudo, sus rodillas rechinaban. Un niño se divirtió buscando la mariposa ciento cincuenta y… que escapaba del sudoroso paciente.

-¿Cómo te llamás?

Itor, balbució el niño.

Sacó un dulcito de la bolsa y se lo dio.

La madre era el vivo retrato de Catalina. ¡Cuánto la amó, y ella a él! Nunca pudo hacer de aquel amor un crí­o y se lo dijo cuando se fue a trabajar a la hidroeléctrica. Ella lo buscó, él se escondió sin poder implorarle que la amaba por encima de sus instintos de macho, que sus compadres ya iban por el cuarto o quinto y ella no podí­a, y entenados… no; pero la querí­a más que a nada, pero… la madre llamó a Ví­ctor y el pequeño apenas pudo zafarse de la prisión en que estaba. Tanto habí­a tenido: camiones, casas y negocios; amigos y aleros; mujeres y mujeres: La envidia de todos.

Durmió sin soñar, como siempre.

El hedor de sangre coagulada hizo que sujetara con fuerza su pierna y la pólvora, metal y humo se le metí­an en el alma. El sol entraba con fuerza y poní­a en ebullición la llaga abierta, mientras una compañera le pedí­a que se calmara y él sólo repetí­a: «Catalina, estoy cansado dejáme dormir».

Al salir del deslumbramiento la señora que le sabí­a a todos la vida, pero no su fecha de nacimiento se habí­a destapado un vendaje.

Su primera casa fue de bajareque, y sus vecinos, indios que no sabí­an castilla. Un hornito de lata oxidada y dos tablas apolilladas eran su mobiliario. Al juntarse con la Catalina hizo sillas, mesas, una cama, cajones y otros muebles; puso adobe y comenzó a fabricar juguetes. No sabí­a si era hembra o varón y le hizo un camión, una pelota y un trompo. La cuna era de cedro y fue lo único que sobrevivió hasta que la Cata quemó la casa. Le pidieron los juguetes y luego, encargaron otro, y cuando él llegaba a la casa los entregaba, y los niños crecí­an, y los juguetes serví­an; los camiones a veces querí­an chapuces, pero duraban. Nunca más hizo uno con esperanza. Cuando se fue a la hidroeléctrica regaló los últimos.

Casi a las dos de la tarde ya sólo faltaban quince pacientes, pero la negra no regresaba y una flacucha de nariz aquilina, con vocecita aguda y apagada apenas decí­a «trentauno» y si no se paraba nadie inmediatamente «trentados». Hací­a mucho frí­o y le dolí­a el pecho.

Una de las últimas que disfrutó le pidió que no la besara y él accedió; después, que la acariciara: por no perderla, dijo que sí­, que estaba bueno; la última vez le advirtió que su marido ya sabí­a y que llegaba pronto.

¡Machetéalo! ¡Vos sos hombre! ¡Y me quedo con vos! Por una mujer él no peleaba, hay más, siempre hay más; no valen la pena.

La camisa estaba mojada, las manos calientes y le ardí­an los ojos, y el treinta y dos llevaba mucho tiempo aunque el reloj estaba parado desde las nueve y media.

Catalina nunca le faltó, nunca sacó el cobre, era una buena mujer. Ahí­ estaba, en las gradas que van al sótano, sentada con el vestido de girasoles, bien endomingada. Ella le decí­a, con su mirada de siempre que lo perdonaba, que todo estaba bien y que lo estaba esperando.

Llamaron al 134 y se levantó. No sentí­a ningún dolor. Tomó de la mano a la Cata y le dio un beso en los labios. Caminaron juntos viéndose los ojos.

El número 156 estaba tirado en el piso. Levantaron un acta y el doctor dijo que tení­a al menos cinco horas de muerto.