Tic-tac, tic-tac un reloj colgaba en un dintel a unos tres metros… la segundera lenta y un tac extendido cada minuto. Tras unos gruesos lentes con aros de carey, una enfermera, alta y canosa contaba sus arrugas con las uñas esmaltadas sobre pintura vieja.
Una trompeta desafinada era su voz cuando gritaba ¡Oochentiooocho! Su número era el ciento cincuenta y pico. Tic, tic… ti… t… ¡El maldito reloj paró! El murmullo era lejano, silencioso, un arrullo.
Le tronaban las tripas y se fue acordando de la borrachera que se puso cuando cumplió 30, en la costa: también los murmullos se hicieron lejanos, como si muriera lentamente, y tuvo frío en los pies primero, después en las manos, hasta que la cabeza se hizo más pesada y se deslizó hacia el suelo, quedando colgando. Otro electricista lo llevó a su cama y lo dejó padecer el frío de la brisa marina sobre las tablas desnudas.
Hasta la enfermera repugnante del hospital podía ser la misma que le bailó con una falda indiscreta de mantilla antes de emborracharlo ¡noveentaaa! Y no estaba en una playa sino en un hospital, esperando a que sesentitantos aburrieran al doctor para recibir analgésicos pasados.
La enfermera era casi una niña, pero sabía su arte. Con la mano izquierda dormida se acomodó la camisa y se apretó un saco de lana cruda que no impedía el paso del frío salino. Al día siguiente casi no podía sujetar la herramienta, pero había que hacerle.
Las manos le temblaban y su turno dio casi dando saltitos como números tenía. Intentó levantarse y no pudo, sus rodillas rechinaban. Un niño se divirtió buscando la mariposa ciento cincuenta y… que escapaba del sudoroso paciente.
-¿Cómo te llamás?
Itor, balbució el niño.
Sacó un dulcito de la bolsa y se lo dio.
La madre era el vivo retrato de Catalina. ¡Cuánto la amó, y ella a él! Nunca pudo hacer de aquel amor un crío y se lo dijo cuando se fue a trabajar a la hidroeléctrica. Ella lo buscó, él se escondió sin poder implorarle que la amaba por encima de sus instintos de macho, que sus compadres ya iban por el cuarto o quinto y ella no podía, y entenados… no; pero la quería más que a nada, pero… la madre llamó a Víctor y el pequeño apenas pudo zafarse de la prisión en que estaba. Tanto había tenido: camiones, casas y negocios; amigos y aleros; mujeres y mujeres: La envidia de todos.
Durmió sin soñar, como siempre.
El hedor de sangre coagulada hizo que sujetara con fuerza su pierna y la pólvora, metal y humo se le metían en el alma. El sol entraba con fuerza y ponía en ebullición la llaga abierta, mientras una compañera le pedía que se calmara y él sólo repetía: «Catalina, estoy cansado dejáme dormir».
Al salir del deslumbramiento la señora que le sabía a todos la vida, pero no su fecha de nacimiento se había destapado un vendaje.
Su primera casa fue de bajareque, y sus vecinos, indios que no sabían castilla. Un hornito de lata oxidada y dos tablas apolilladas eran su mobiliario. Al juntarse con la Catalina hizo sillas, mesas, una cama, cajones y otros muebles; puso adobe y comenzó a fabricar juguetes. No sabía si era hembra o varón y le hizo un camión, una pelota y un trompo. La cuna era de cedro y fue lo único que sobrevivió hasta que la Cata quemó la casa. Le pidieron los juguetes y luego, encargaron otro, y cuando él llegaba a la casa los entregaba, y los niños crecían, y los juguetes servían; los camiones a veces querían chapuces, pero duraban. Nunca más hizo uno con esperanza. Cuando se fue a la hidroeléctrica regaló los últimos.
Casi a las dos de la tarde ya sólo faltaban quince pacientes, pero la negra no regresaba y una flacucha de nariz aquilina, con vocecita aguda y apagada apenas decía «trentauno» y si no se paraba nadie inmediatamente «trentados». Hacía mucho frío y le dolía el pecho.
Una de las últimas que disfrutó le pidió que no la besara y él accedió; después, que la acariciara: por no perderla, dijo que sí, que estaba bueno; la última vez le advirtió que su marido ya sabía y que llegaba pronto.
¡Machetéalo! ¡Vos sos hombre! ¡Y me quedo con vos! Por una mujer él no peleaba, hay más, siempre hay más; no valen la pena.
La camisa estaba mojada, las manos calientes y le ardían los ojos, y el treinta y dos llevaba mucho tiempo aunque el reloj estaba parado desde las nueve y media.
Catalina nunca le faltó, nunca sacó el cobre, era una buena mujer. Ahí estaba, en las gradas que van al sótano, sentada con el vestido de girasoles, bien endomingada. Ella le decía, con su mirada de siempre que lo perdonaba, que todo estaba bien y que lo estaba esperando.
Llamaron al 134 y se levantó. No sentía ningún dolor. Tomó de la mano a la Cata y le dio un beso en los labios. Caminaron juntos viéndose los ojos.
El número 156 estaba tirado en el piso. Levantaron un acta y el doctor dijo que tenía al menos cinco horas de muerto.