Se me hace difícil iniciar la redacción de este texto por dos razones fundamentales. Una de ellas obedece a que no he tenido suficiente valor de visitar a mi camarada de muchas décadas con quien nos conocimos en una casa de huéspedes en esta capital, quizá a principios de la década de los 60, cuando ambos éramos jóvenes, yo apenas saliendo de la adolescencia y mi amigo un poco mayor, en cuya época deambulamos en diversidad de establecimientos donde sonaban los requintos, guitarras y voces de bohemios trovadores o retumbaban sufrientes canciones rancheras desde las bocinas de coloridas rockolas, mientras un desaliñado y frustrado poeta intentaba repetir improvisados versos de amor no correspondido.
Transcurrido el tiempo, algunos amigos naufragaron a la vera de los extremos de la noche y unos pocos nos sosegamos y sobrevivimos a la intrepidez que nos conducía a un prematuro final de nuestra existencia, al admitir que era imposible enfrentarnos a la vida si no encarábamos los desafíos de ese presente que se escapaba de nuestras voluntades y del incierto futuro que se avizoraba ominosamente nebuloso.
Al cabo de pocos años, después que cada quien tomó derroteros diferentes aunque navegando en el mismo cauce que nos alentaba a enfrentar nuestros destinos con la fortaleza que nos proporciona la unidad de seres humanos experimentados en sedientas madrugadas y envueltos en el mismo manto de la esperanza, nos reencontramos con Jorge Rodolfo Montenegro, para reanudar una amistad que se ha mantenido con lazos de una nueva manera de vivir, desde hace más de 40 años, con las manos abiertas para compartir la comunión de sueños y realidades.
El sábado anterior, contra el hábito de leer o por lo menos hojear los diarios matutinos y sin haber leído tampoco el ejemplar de La Hora del día precedente, por atender a parientes de San Marcos, salimos temprano con mi familia a desayunar fuera de la ciudad para celebrar el cumpleaños de mi amada compañera, por lo que no fue hasta caer la tarde de ese día que me enteré que el hijo de mi camarada de tantas jornadas pletóricas de luces y sombras se había convertido en una mortal víctima más de esta incontrolable violencia que se desborda cotidianamente, dejando a su paso copiosas lágrimas de sufrimiento, intensos lamentos de impotencia, profundos surcos de amargura.
¿Qué palabras de alivio puedo decirle para procurar consolar a Jorge Rodolfo ante la súbita y asombrosa forma como fue arrebatada la vida de su hijo del mismo nombre en la intimidad de su apacible hogar donde fue ultimado por un sujeto embrutecido por las drogas después de haberle disparado a su propia madre? Sólo apelando a la misericordia del Altísimo, con la confianza de que la serenidad de Jorge Rodolfo pueda cobijar a la viuda y los vástagos del joven abogado que por calmar los ánimos de un desquiciado cayó abatido en la sala de su casa.
(Mis sentidas condolencias a los deudos de la educadora Lily Elizabeth Cifuentes Navarro de Monzón, especialmente a mi amigo el académico y poeta Héctor Eliú Cifuentes, así como mi pésame a la esposa e hijos del profesor Max González, maestro de generaciones en San Marcos, quien falleció el miércoles anterior en Chimaltenango).