«Hay que expulsar a todos los árabes del Eretz Israel (el gran Israel bíblico)», vocifera Yekutiel Ben Yaakov, un dirigente del movimiento ilegal y racista «Kahana Hai» (Kahana vive).
Yaakov es ovacionado por 200 personas que rinden homenaje, en Jerusalén, al rabino Meir Kahana, asesinado en 1990 por un egipcio en Nueva York.
Yaakov, el organizador del acto, es estadounidense de origen y vive en la colonia de Tapuá, en el norte de Cisjordania, un bastión kahanista.
Frente a su público incondicional, el orador comenta la actualidad y repite, como una letanía: «Kahana tenía razón».
Y encadena con las ideas motrices de su difunto guía: «restablecimiento de la soberanía judía en todas las tierras del Eretz Israel regaladas a nuestros enemigos por los gobiernos israelíes, transferencia de los palestinos a los países vecinos y retiro del derecho a voto a los árabes israelíes que apoyen a los terroristas contra el Estado judío».
Fuera de la sala, sus simpatizantes distribuyen volantes y colectan dinero para financiar las actividades del grupúsculo y su sitio internet.
El grupo es ilegal -desde que Baruch Goldstein, un kahanista de origen norteamericano, disparara en 1994 contra una multitud de árabes que rezaban en la Tumba de los Patriarcas, en Hebrón, matando a 29 personas e hiriendo a 150-, pero sus activistas siguen organizando reuniones con total impunidad.
Como una gran paradoja, el aniversario de la muerte de Kahana es celebrado en una sala bautizada «Yitzhak Rabin», en homenaje al primer ministro israelí asesinado a balazos por un extremista judío el 4 de noviembre de 1995.
Uno de los kahanistas no resiste la tentación y da un tremendo puntapié al panel que ostenta el nombre del ex jefe de gobierno y Premio Nobel de la Paz.
Y el gesto es muy simbólico porque, en estos momentos, en todo Israel, comienzan las ceremonias para conmemorar el día de su asesinato.
Según Lenny Goldberg, editor de los escritos de Kahana en inglés, hebreo y ruso, y uno de los responsables del movimiento kahanista, las acusaciones de terrorismo contra sus partidarios no tienen fundamento.
«Considerarnos terroristas cuando el gobierno discute con esos asesinos de la OLP es completamente absurdo», afirma, detrás de una mesa en la que se venden libros con títulos explícitos como: «Ellos deben irse».
Entre dos discursos, un cantante anima a la sala.
Dov Shurin, un colono de Kyriat Arba, cerca de Hebrón, que se dice antisionista y «miembro del partido de Dios», ha sacado dos discos: «La venganza bíblica» y «Los dueños de la tierra». Este último se burla de un libro con el mismo título que critica la colonización.
Shurin, que mezcla alegremente un inglés norteamericano y el hebreo, más parece un hippie que un colono religioso, pero su discurso no deja dudas sobre sus intenciones: «Hay dos tipos de racismo, el malo, el de Hitler, y el bueno, el de Dios, que ha escogido al pueblo judío entre las naciones», afirma.
En una sala contigua hay un «buffet» para los convidados. Bajo sus miradas cargadas de odio, los mozos árabes les sirven refrescos y bocadillos.