El teatro siempre ha sido un arte muy peligroso, debido al contacto directo del ejecutor (los actores) con el público. El teatro es ampliamente emotivo, y puede hacer cambiar al público en el mismo instante.
El teatro se ha visto siempre como reflejo de la misma sociedad. El espectador asume una posición parecida a la de alejarse para contemplar la vida. Es fácil, en consecuencia, identificarse con los actores, pensar en las soluciones y en las causas de los conflictos, ya que el espectador logra ver el todo, y no se limita a lo que conoce sólo uno de los personajes.
Por tal razón, el teatro es de los más reflexivos (obliga al espectador a sentarse durante una hora o más, ver y reflexionar), de los más directos y de los más revolucionarios.
De acuerdo con un pensamiento de Federico García Lorca, cada sociedad tiene el teatro que se merece. Es por ello criticable que el teatro únicamente se base en la risa fácil.
No cabe duda de que el gancho para atraer público al teatro es la entretención; sin embargo, esto debe ser aprovechado para motivar reflexiones y autocríticas a una sociedad. No es casualidad que, durante el conflicto armado interno en Guatemala, los gobiernos se hayan empecinado en truncar el desarrollo teatral.
Históricamente, el teatro ha cumplido una función social fundamental. Al igual que la literatura, utiliza un lenguaje directo; al igual que las artes plástica y la música, puede ser apreciada por los analfabetos.
Por ello es necesario reflexionar sobre el teatro, sobre todo en este año que se cumplen efemérides importantes para este arte. Se cumple el centenario de la muerte de Alfred Jarry, quien revolucionó el teatro en el siglo XX, y permitió que alcanzara dimensiones inimaginables, incluso rompiendo paradigmas, como que las obras tienen que ser desarrolladas únicamente en un escenario, o que debe representar «fielmente» las costumbres de un pueblo.