Soy un emigrante de tiempo completo que escribe para el olvido


Jorge Carrol nos recibe en su despacho de la dirección de la biblioteca de la Universidad Rafael Landí­var, como si fuera su sino estar rodeado de libros.

Hugo Madrigal

Carrol es autor de una vasta obra poética y literaria, publicada aquí­ y allá, donde su destino emigrante lo ha llevado lejos de su Argentina natal: Chile, Colombia, España, Panamá y naturalmente Guatemala donde precisamente a fines del año pasado la Editorial Artemis Edinter le publicó Bernal, una novela que es pasado y presente dado los hechos que en ella suceden, como la última jornada donde en un viejo café de la zona 1, se reúnen Bernal Dí­az del Castillo, Rafael Landí­var, Luis Cardoza y Aragón y Tarzán, a los que prontamente se les une el propio Carrol?

¿Cómo nació esta novela y por qué Tarzán?

¡Saber!? Desde mi primera lectura de la obra de Bernal tuve la sensación que no la habí­a escrito él. Recordemos que el promedio de vida en Europa hacia 1780 era de 32 años y que Bernal suponemos comenzó a «escribir» su «Verdadera» historia pasados los 70 años, cuando estaba medio sordo y medio ciego. Por tanto, intenté una desmitificación de Bernal, rescatando el protagónico papel de Francisco, su hijo que al parecer fue el que recogió lo que quedaba de las memorias de su padre.

Tarzán (en realidad Johnny Weissmuller, que murió de alzeheimer en México, y que fue para mí­, el único Tarzán) «estuvo» en Guatemala, donde se rodaron algunas escenas para un disparatado filme donde se robaban una estela maya y cosas por el estilo de los conquistadores, sólo que en lugar de imponernos su dios nos impuso la Kultura de las Selecciones del Reader’s Digest en la forma de sus «citas citables». De allí­ su razón de ser en mi historia? La de un adelantado conquistador del nuevo imperio.

¿Cómo es Jorge Carrol el escritor?

Un lector insaciable, acaso un buen tipo, maniático, compulsivo, de todas maneras un emigrante de tiempo completo que escribe para el olvido?

¿Y cómo es eso de escribir para el olvido?

Como no recuerdo quién, creo que publicar en Guatemala es permanecer inédito y que por tanto, es el primer paso hacia el olvido, que con ayuda del ninguneo se logra magní­ficamente…

¿Cuál es su opinión sobre la literatura actual en este paí­s?

Hay en general un tono demasiado solemne que me aburre, no se experimenta. Da pena ver que hay escritores que siguen aferrados a caducos esquemas y formas que, como bien lo señala Bení­tez Reyes (el último ganador del Nadal), «envejecen pronto y mal». Se salvan, por decirlo de alguna manera: Marlon Meza Tenni, Javier Payeras, Ronald Flores, Maurice Echeverrí­a, Méndez Vides, Simón Pedraza y Eduardo Halfon.

Usted es narrador, ensayista y creador poético: ¿qué futuro le ve a la poesí­a en un paí­s como Guatemala?

Reitero, básicamente soy un lector que busca para sí­ expresarse sin importarle un bledo ni esos desconocidos llamados lectores ni la crí­tica que por otra parte, entre nosotros, es inexistente amén de cuateí­sta.

Por suerte, si es que la suerte existe, la poesí­a vive entre nosotros desde antes de Juana de Maldonado y Rafael Landí­var. Ya lo dijo Cardoza y Aragón: «la poesí­a es la única prueba concreta de la existencia del hombre» y al igual que él, creo en la poesí­a con fe de carbonero.

¿Actualmente está trabajando en algún libro?

Estoy pronto a parir en un par de meses, «El gliptodonte», con asistencia editorial de Artemis Edinter y mientras tanto, hago como que trabajo en algo que no sé como calificar, algo que por ahora se llama «Omnium horarum homo». «El gliptodonte» es un divertimento en forma de diálogo entre los libros que descansan en los anaqueles de una librerí­a a la espera acaso de un lector y cuya moraleja (absolutamente dadaí­sta) es que cada lectora o cada lector «tiene en el corazón un contador público, un reloj y un pequeño paquete de mierda».

¿Qué es un gliptodonte?

Fue un animal prehistórico descubierto por el naturalista argentino Florentino Ameghino cuando éste contaba apenas veintitantos años, y de allí­, seguramente, su amor por este mamí­fero gigante, parecido a los armadillos que rondaba las pampas hace veinte millones de años. Los gliptodontes comí­an hierbas, podí­an alcanzar los cuatro o cinco metros de altura y pesar unos 400 kilos. Hay pruebas de que llegaron a convivir con el hombre, ya que aparecen en no pocas leyendas de los indios patagónicos. El gliptodonte también se llamó una histórica librerí­a bonaerense fundada precisamente por Ameghino.

Supongo que al paso que vamos, muy pronto, talvez, los libros serán considerados como fósiles de un tiempo en que los hombres llegaban para adquirirlos, a un lugar -también desaparecido- llamado librerí­a.

En consecuencia, «El gliptodonte» es un divertimento-homenaje a las librerí­as y a los insaciables lectores como Samuel Johnson, Lampedusa y Harold Bloom.