Pocas cosas inflaman tanto los ánimos como el tema religioso. El lunes escribí algo sobre Dios, la Iglesia y el Papa y si fuera alguien urgido de notoriedad diría que mi columna tuvo éxito. Tirios y troyanos alistaron sus armas y se lanzaron al combate: se armó la de Troya. Para unos, el columnista, yo, soy un maldito fanático y “cachureco” (me encanta la palabra) defensor de lo indefendible, infectado por el virus fundamentalista que intento compartir irracionalmente con los lectores.
Para otros, soy un abominable irreligioso, un pagano de pacotilla con sentimientos de odio y rechazo hacia la santa madre Iglesia.
Soy, quizá un poco todo eso. En el fondo de mi corazón se alberga un monje que quisiera asaltar el cielo con obras de caridad. Hay en mí un deseo íntimo de alejarme del malvado mundo impío (fuga mundi, le dicen) y encerrarme en una celda para siempre. Tengo bajo la dermis un anhelo de Dios que al experimentarlo cada segundo me hace sentir miserable. Invoco a Dios mecánicamente como si fuera aquel peregrino ruso medieval que repite jaculatorias interminables a lo largo del día.
Pero la vida es compleja y la humanidad es peor. También lo religioso me irrita y me cansa. A veces abomino a la Iglesia, detesto a los curas y abjuro contra mi pasado. En ocasiones veo al cielo, examino la tierra, interrogo a los hombres y lo que parecía evidente, desaparece pronto. Entonces soy ateo, me vuelvo agnóstico y descubro que lo único que tengo son los pocos años que me quedan, que no hay vida futura y que estoy solo. Sin nadie más que el cariño infinito de mis padres y el amor benévolo de mi propia familia.
En eso se me pasa la vida. Lo mío es muy simple: oscilo entre lo eterno y lo perecedero. Pocas cosas me inquietan más, en realidad. Y en ese ir y venir, siempre al filo, he aprendido a amar y odiar. De hecho, sé qué es llorar por cosas pequeñas: una canción, un verso, la admiración al contemplar una obra de arte… La vida del espíritu me volvió sentimental. Pero también conozco el mal y a veces también me he solazado en la iniquidad. Puedo ser bueno y noble como un apasionado de Dios o perverso y hasta diabólico si la maldita ocasión se me presenta.
Decía al inicio que la religión inflama los ánimos. Claro que sí. Y es bueno porque revela en el fondo un interés por el tema. Se hace evidente que la discusión no se ignora y aunque sea desde lo antagónico se habla de ello. Bienvenidos a la arena espiritual y vulgar, alistémonos y no bajemos la guardia. Quien quita y un día obtengamos la paz frente a tanto desasosiego. Sueño porque llegue ese día.