Sólo hay ojos para él


Tiger Woods se lamenta tras fallar el putt en el green del hoyo 18. Atrás, decenas de espectadores que lo siguieron en cada uno de sus golpes. FOTO LA HORA: AFP DON EMMERT

La lista de lo prohibido en Augusta es larga y variada. Un gran panel electrónico avisa en la puerta principal del campo. Ojo, nada de cámaras, radios ni ningún aparato electrónico, prohibidas las sillas, los periscopios y las escaleras de mano, olví­dese de llevar banderas y ningún otro sí­mbolo, ni se le ocurra entrar bebidas alcohólicas y fumar, y mucho menos correr o gritar. Vamos, que usted puede ver a Tiger Woods si bracea entre la multitud, pero prohibidí­simo sacarle una foto, pegarle un grito o dar unos rápidos pasitos para coger posiciones. La etiqueta en el Másters, ante todo. Es también el teatrillo de Woods, su enorme baño de masas cada vez que asoma la gorra. Si hasta se apuntó al familiar torneo de pares tres que se celebra la ví­spera del Másters, otro acto de campaña publicitaria, aunque finalmente no acudió. Una fachada que no convenció al presidente del Augusta National Club, Billy Payne, durí­simo con Woods: «Tiger era un ejemplo de trabajo y esfuerzo para nuestros hijos, pero se olvidó de eso. La fortuna y la fama llevan una responsabilidad, no invisibilidad. Nuestro héroe no es el modelo para nuestros hijos».


Así­ que, después de los mí­tines, los discursos, las fotos y los autógrafos llega hoy (20.30, Canal Plus Golf) la hora de plantarse en el tee del uno, con su compatriota Matt Kuchar y el surcoreano Choi como figurantes, y pegarle duro y recto a la bola. Y se verá entonces si a Tiger todaví­a le funcionan los trucos mentales que su padre, Earl, usó con él cuando de niño le instruí­a como un cadete militar. Cuando el joven Woods dejaba la mente en blanco para conectar el putt, en ese instante a la vez de paz y tensión, el viejo Earl hací­a sonar las monedas que llevaba en el bolsillo, o se moví­a bruscamente delante de él, o pegaba un grito, o tosí­a… lo que sea para distraer al pupilo. Así­ construyó Tiger una fuerza de concentración a prueba de todo, impenetrable a cualquier elemento exterior. Ahora necesitará su mejor versión si verdaderamente desea ganar el Masters más que ganarse a la gente. «Espero ver ahí­ fuera al mejor Woods, al mismo jugador que hemos visto siempre», razona Phil Mickelson, número tres mundial.

La pinta de Woods es menos temible este año, menos imponente fí­sicamente. Su figura es más redonda por el parón de cuatro meses y puede que por el tratamiento de su cacareada terapia. «Pero ha demostrado que puede ganar en las peores condiciones, como en el US Open de 2008», recuerda Mickelson el torneo que Woods ganó cojo, «no creo que tenga ningún impedimento fí­sico, jugará duro». El Tigre ha prometido ser más comedido y respetuoso en sus demostraciones de poderí­o al embocar un golpe. «í‰l siempre ha sido exuberante y ha mostrado sus emociones. Yo no podí­a mostrarme emotivo y luego pasar al otro hoyo», dice el abuelo Jack Nicklaus, sus 18 grandes siempre en la retina del Tigre.

Augusta sólo tiene ojos para El Tigre, sólo hay cámaras para el gran protagonista. Woods lo eclipsa todo. Por supuesto eclipsa al campeón, íngel Cabrera, uno que ni vende ni se vende, que deja la sala de prensa medio vací­a, alguien de quien el propio Másters dice que tiene una aureola «blue», triste, melancólica. Angelito, su hijo, le hace de caddie. «No llego fino, pero aquí­ un golpe lo cambia todo», cuenta Cabrera, anfitrión el martes por la noche en la cena de los campeones -no faltó Tiger-. El menú fue una bomba calórica para los 28 comensales vestidos de verde: morcillas y chorizos argentinos, empanada de pollo (Tiger repitió), asado argentino y dulce de leche -Gary Player se rindió y pidió un menú vegetariano, Nicklaus se llevó otro postre para su mujer-.

Cabrera es uno de esos jugadores que hacen respetar las canas. Tiene 40 años. Y no es el único veterano con algo que decir en Augusta. Aunque no lo parezca, el número dos del mundo es ahora mismito Steve Stricker, en la flor de la vida a los 43: en los últimos 11 meses ha ganado el mismo número de torneos (cuatro) que en sus 13 temporadas anteriores como profesional. Otro de su quinta es el surafricano Ernie Els, otros 40 tacos a la espalda, y otra historia de resurrección. Después de varios cursos con la cabeza en otra parte por el autismo de su hijo, este ganador de tres grandes que a finales de Woods le discutió a Woods el número uno ha regresado por sus fueros: en 2010 suma dos oros, el CA Championship y el torneo Arnold Palmer.

Más abuelitos: Jiménez peina bigote a los 46 años. «Me sobran 20. Si tuviera 25, iba a poner en fila india a todos los jovencitos. Pero bueno, estoy encantado de la vida, vengo de vuelta, me quedan cuatro o cinco años de golf, sin tanta presión. En este golf moderno la gente se cuida más, ¡somos competitivos!», avisa el pisha, «benditos 40».

ACTITUDES Se hace el simpático


Antes de que todo su mundo estallara en diciembre, a Tiger Woods se le hací­a la boca agua pensando en 2010. Habí­a cerrado 2009 recuperado de su maltrecha rodilla y con seis victorias, ninguna grande. Pero por delante aparecí­a el paraí­so: su querido Augusta, el Open de Estados Unidos en Pebble Beach, el Británico en Saint Andrews, sus campos preferidos, una ocasión de oro para atacar el récord de 18 grandes de Jack Nicklaus (él, 14). O eso creí­a. Porque explotó su escándalo marital y el castillo se derrumbó con la contundencia con que se levantó hace 13 años, cuando el mundo descubrió que el nuevo Michael Jordan no estaba en las pistas de baloncesto, sino en los greens.

De pronto, Tiger era un golfista retirado. Dejó huérfano al golf para someterse a terapia durante mes y medio. Igual de rápido, dijo que volví­a y se vio en Augusta a la intemperie, juzgado por todos, obligado a redimirse y a pedir el cariño de unos jugadores a los que muchas veces habí­a mirado por encima del hombro. No faltó quien festejó tal cura de humildad porque no todos parecí­an dispuestos a tenderle la alfombra roja. Hasta el presidente del Augusta National Club, Billy Payne, dijo que el héroe que todos creí­an que era habí­a dejado de ser un modelo para los niños. Tiger, el dios del golf, decí­a que querí­a ser mejor persona para ser mejor jugador. Al menos, estos dí­as, en Augusta, ha mostrado una cara más amable, accesible y humana.

En la semana de Woods todo estaba calculado. Su conferencia de prensa, el pasado lunes, abrigado por los periodistas estadounidenses más cercanos, fue un puro show más la petición del perdón y el propósito de ser un chico bueno y bien educado. Desde el jueves, sobre el tapete, ha sido un jugador diferente al robot de otras veces. «Hay un gran cambio en Tiger. Ahora está mucho más relajado, más abierto a la gente. Normalmente, nunca miraba a los aficionados durante la ronda. Sólo recto. No hací­a caso a nadie. De alguna manera, lo veí­a todo, pero sin girar la cabeza. Ahora habla con la gente, saluda», cuenta Robert Lusetich, autor del libro Unplayable, que se publicará el próximo mes sobre el último año de Tiger. Y eso no le ha impedido dejar la mente en blanco para darle a la bola. «El aspecto mental nunca ha sido un problema, aunque controlar las emociones no es fácil. Tener el apoyo de la gente ahí­ fuera ha sido fantástico», explica el número uno.

Woods ha intentando acercarse a todos. También, a los jugadores, aunque su relación con el otro peso pesado estadounidense, Phil Mickelson, es menos que profesional. Hace unos años ni siquiera se hablaban. Tiger casi despreciaba a Mickelson por no tener ningún grande. Ahora sabe que debe ser más simpático, o al menos parecerlo, porque Mickelson le ha apoyado públicamente.

En un deporte tan mediatizado por su gran figura, en el que tantos se han llenado los bolsillos gracias a Woods, el circuito de la PGA norteamericana empezará a negociar nuevos contratos de televisión en 2011 mientras los patrocinadores van y vienen. Todos están pendientes de Tiger. Y Tiger se ha abierto ahora al mundo.