En el año 2006 se produjo una acción policial para acabar con el régimen de privilegios en el sistema penitenciario y establecer el control por las autoridades del centro de detención conocido como Pavón. A siete años de distancia y al margen de los procesos que se siguen en el extranjero por ese operativo que terminó de manera cruenta, se produce en Guatemala un escándalo que, como todos los que ocurren en nuestro país ha de ser efímero, respecto a la forma en que los reclusos mantienen el control y toman decisiones a su sabor y antojo.
En pocas áreas de la administración pública es tan visible la incapacidad del Estado para cumplir sus funciones y fines como en el manejo de sus prisiones. Se supone, por principio, que los reclusos están privados de libertad y en proceso de readaptación social, pero eso significa como punto de partida el sometimiento a las normas y disposiciones de las autoridades porque se trata de personas que han sido penadas por la comisión de delitos en contra de la sociedad y por lo tanto están cumpliendo una condena. El Estado debe, por necesidad, tener el control de los centros carcelarios y no cabe ninguna excusa al respecto.
Es evidente que el operativo del año 2006 no logró su cometido, porque aunque hayan muerto quienes en ese momento ejercían las funciones de control en el presidio, lo que hubo, a lo sumo, fue una sustitución de quienes usurparon el papel de las autoridades. Hoy en día hay consenso de que las cárceles responden a directrices que emanan de los mismos reclusos y los encargados del manejo del sistema penitenciario del país son marionetas que ni siquiera responden ante sus jefes jerárquicos, sino que están a las órdenes de los reclusos que ellos deberían controlar.
No hay, pues, mejor expresión del carácter fallido de nuestro Estado que viendo lo que ocurre en las prisiones escapan del todo a la capacidad de la autoridad para ejercer controles. Los reclusos disponen no sólo de teléfonos y medios de comunicación para seguir delinquiendo desde las prisiones, sino que además salen y entran como chucho por su casa sin que ni siquiera se sepa a dónde van. Algunos usan vehículos blindados para desplazarse y gozan de la protección de guardaespaldas, lo que sirve para demostrar quién manda realmente en las cárceles.
Y no hay poder político para someterlos al orden. Cuando el Presidente dice que no perderá el tiempo hablando del acto organizado por un reo, no está viendo que al final de cuentas se le pide su parecer sobre las fallas profundas, gravísimas del Estado en el cumplimiento de sus obligaciones. Lo demás puede ser anecdótico, pero lo de fondo es nuestro Estado fallido.
Minutero:
Los reclusos tienen potestad
de ejercer su autoridad;
visto ya todo lo ocurrido
¿dudan del Estado fallido?