Paso a paso y seis semanas después de su llegada a la Presidencia de Cuba, Raúl Castro imprime al país una dinámica reformadora, tan discreta como audaz, dando prioridad a las «necesidades elementales» de los cubanos, pero sin quebrantar los preceptos de su hermano Fidel.
En una semana, casi sin ningún anuncio oficial, Raúl, de 76 años, hizo saltar varios de los cerrojos más sensibles a los ojos de una población ávida de cambios y agobiada por escaseces incesantes.
Introduciendo un verdadero «derecho al consumo», liberó la venta de computadoras y de algunos equipos electrodomésticos, así como el acceso a la telefonía móvil.
Pero más espectacular y simbólico fue el levantamiento desde el pasado domingo de la prohibición que pesaba sobre los cubanos de hospedarse en hoteles y sitios turísticos, posibilidad reservada desde 1996 a turistas extranjeros.
El nuevo presidente cubano, que se apoya para eso en una frágil recuperación en los últimos años de una economía aún convaleciente, parece así deseoso de pasar la página negra del «período especial (crisis)», 20 años después del hundimiento de la economía de la isla como consecuencia de la caída del bloque comunista europeo.
Más respetado que amado por los cubanos durante mucho tiempo, Raúl Castro, quien pasó medio siglo a la sombra de la figura predominante de su hermano Fidel, parece caminar ahora hacia una popularidad basada en su pragmatismo y su preocupación por mejorar la vida de sus compatriotas.
Emblemáticas del «estilo Raúl», todas estas decisiones -excepto la de los teléfonos celulares- se han preparado en secreto e introducido mediante los canales internos de la burocracia, sin la menor búsqueda de publicidad.
Son las primeras medidas en una lista que incluiría además la libre compra-venta de automóviles y viviendas a particulares y, la más significativa si se realiza, sería la de permitir a los cubanos crear «microempresas» de hasta cinco empleados.
Muchos de estos reclamos fueron planteados enérgicamente por la población durante las miles de reuniones populares, celebradas en el otoño boreal pasado, siguiendo la convocatoria del propio Raúl a analizar los problemas del país «con sinceridad y valentía».
En su discurso de investidura del 24 de febrero, el «líder» de las fuerzas armadas cubanas -49 años al frente del Ministerio de la Defensa- se había comprometido para que el país tuviese «como prioridad satisfacer las necesidades básicas de la población», a través de cambios «progresivos» y «graduales», destinados «a perfeccionar el socialismo».
Pero solo medidas -la palabra «reforma» sigue siendo tabú- que garanticen un espacio, incluso limitado a un sector privado mediante las «microempresas», podrían anunciar la adopción por la nueva dirección cubana de una «vía vietnamita». La de China pareciera demasiado comprometida con el capitalismo.
Al «empujar al consumo» a los cubanos, Raúl Castro y su equipo se proponen igualmente absorber el ahorro popular para propiciar la reanimación de la economía.
Pero los cambios también harán que salten a la luz inequidades en una sociedad marcada durante medio siglo por el igualitarismo, del que Fidel Castro está orgulloso.
Mientras, Fidel Castro prosigue su prolongada convalecencia, hundido ahora en el estudio de la historia antigua y reciente de China y Japón, que hace compartir a los lectores de la prensa cubana.
Crítico incansable del «consumismo» y guardián de una «pureza» revolucionaria hostil a toda reforma, el veterano dirigente no ha hecho comentario alguno por el momento sobre las disposiciones tomadas por su hermano.