Simulacro electoral


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El sábado amaneció limpio después de una noche de diluvio. La parte nocturna del viernes hizo lucir las calles extrañamente vací­as, a pesar de haber sido fin de mes y coincidente con el final de la semana. Antes de llegar a ese dí­a, las especulaciones públicas orientadas por las bolas y por los medios, arengaban la posibilidad de un viernes negro, así­ como se pintó del mismo color un jueves de hace varios años en tiempos de Portillo.

Julio Donis

 


El gesto simbólico de fuerza que hizo la coalición UNE-GANA para movilizar a cientos de simpatizantes de la candidata Sandra Torres, generó todo tipo de especulaciones; al dí­a siguiente cuando despertó la medianí­a aspiracional y la oligarquí­a rancia, el dictamen de la no inscripción seguí­a en firme para su tranquilidad. La realidad se funde con la imaginación y los ciudadanos en tiempo electoral degluten las aparentes pugnas, una polarización que solo es de extremos prejuiciosos y miradas al infinito con dentaduras blanqueadas en fotoshop. La lucha libre gusta más que el boxeo; todo el mundo sabe que es la puesta en escena de personajes que emulan todo tipo de falsos héroes, pero es eso, una dramatización de un combate ficticio, sin embargo hay una simulación de la realidad que nos envuelve. De igual forma cuando un payaso aborda un bus urbano y empieza a interactuar con los pasajeros que se convierten en su público, hay una puesta en escena de la comicidad del payaso. Hay pasajeros que se ponen nerviosos y piensan en qué momento el payaso se revelará como asaltante; otros más reprimidos hacen como que lo evitan, voltean la cara hacia la ventana y se tragan la risa. Los más sanos no pueden contener la risa y piensan: veremos qué es capaz de hacer este payaso. Inevitablemente nos dejamos envolver por el acto mágico del personaje que nos aleja de la realidad a través de actos lúdicos sencillos. Todos aceptamos las reglas del payaso o de los luchadores y nos dejamos conducir por la imaginación hasta el final del acto, pero esa fantasí­a está terminando. La diferencia entre simulacro y realidad se empieza a diluir poco a poco como un trozo de hielo que permaneció sólido mientras duraron las bajas temperaturas de la modernidad, para darle paso al sobrecalentamiento de la globalización, época en la que nos hallamos. El deshielo se marcó por el momento histórico en el que el capital recurrió a la transnacionalización de la producción de mercancí­as, para bajar los costos y al mismo tiempo para poner al alcance de los consumidores, una falsa precepción de exclusividad bajo la cual se esconde masividad uniformada en hábitos y productos que engulle. La condición posmoderna impuso la sociedad del simulacro que se fundió con la realidad sin dejar espacio libre alguno, para la imaginación cándida que proveí­a la fina incertidumbre de la ficción. Lo que Kubrick nos legó con 2001 Odisea del Espacio no se halla más en los productos del cine de hoy, que venden el 3D de Avatar y además le ofrecen cómo se hizo la pelí­cula incluido los errores que se cometieron, como productos y subproductos de una mercancí­a de orden global. Acudimos entonces a la pornografí­a de la realidad en la que no queda rescoldo para el erotismo que nos pueda sugerir o insinuar, porque se muestra todo. El contenido se funde con el simulacro y el segundo adopta la posición del primero. La democracia electoral no escapa a este fenómeno, las campañas son cada vez pornografí­a electoral cual vitrina que expone abiertamente el provecho privado, amparado en la aspiración por el poder e interés de lo público. En la sociedad del simulacro electoral los partidos juegan a la saturación de propaganda que es más bien publicidad, las masas ven reacias ese influjo de caras y sonrisas simuladas y si bien no se tragan todo, al final del dí­a aceptan la mano dura, el corazón contento, el sí­ sí­ sí­ a más ayuda, el compromiso con Guate o el sí­ se puede, porque se engañan con un autocomplaciente “es lo que hay”, perdiendo la diferencia entre simulacro y realidad, entre su sentido crí­tico y la ficción democrática. Es como si aceptáramos como criterio de verdad el acto del payaso dentro del bus.