La verdad es que el estupor provocado por el crimen cometido ayer para eliminar y silenciar a los policías implicados en la muerte de los diputados del Parlamento Centroamericano no sólo calló a las víctimas, sino que nos dejó sin palabras a los guatemaltecos. Mudos de vergí¼enza, para empezar, porque con qué cara podemos ver a nuestros hermanos salvadoreños y al resto del mundo, si nos pintamos como un país de verdaderos salvajes en donde no hay imperio de la ley.
Cuando en El Salvador dijeron que no había que viajar a Guatemala y criticaron tan duramente a nuestro país, cualquier guatemalteco bien nacido tiene que haber sentido molestia por los juicios tan severos; algo de alivio hubo cuando en forma espectacular las autoridades lograron esclarecer el crimen y detener a los policías responsables. Cierto que ello abría una caja de Pandora porque era la prueba fehaciente de la existencia de escuadrones de la muerte en el seno de nuestras fuerzas del orden, pero el país asumió de alguna manera el costo al aceptar esa realidad y ello hubiera supuesto, en teoría, el esfuerzo por iniciar la depuración de nuestro aparato policial.
Pero la caja de Pandora fue cerrada abruptamente ayer por la tarde, cuando un escuadrón de esbirros asesinó a quienes podían contar cómo funciona el sistema, cuáles son sus debilidades y de dónde provienen las órdenes para actuar. La esperanza de depurar nuestro régimen policial se esfumó porque está demostrado que con insolente impunidad se sigue actuando en nuestro país y no hay poder capaz de poner freno a esas manifestaciones de ingobernabilidad, de estado fallido, absolutamente colapsado y fracasado que es la característica de nuestra Guatemala de hoy.
¿Qué nos pueden ofrecer a estas alturas los variados candidatos a la presidencia que están en campaña electoral? Honestamente no vemos salida al túnel porque todo parece un poco o mucho de más de lo mismo. El país requiere un cambio profundo, como darle vuelta a un calcetín y lo que nos proponen los políticos es seguir entreteniendo la nigua, dorándole la píldora a un pueblo que se indigna por ratos, pero que al final de cuentas termina dando vuelta a la hoja rápidamente para ocuparse de sus menudencias cotidianas, tal vez resignado porque entiende que no tenemos salida.
La paja que ahora nos quieren dar, culpando a los mareros de la muerte de los policías acusados del asesinato, será algo así como el opio para adormecer la conciencia de un pueblo que, a la larga, prefiere esa teoría que encarar la realidad y asumir que estamos bajo el control de criminales que asesinan desde posición de autoridad, de poder y de mando. Al fin y al cabo, es más fácil asimilar que fueron pandilleros los que cometieron este último crimen que admitir que los escuadrones de la muerte siguen actuando con su habitual y brutal diligencia.