Si creemos que el fin justifica los medios…


Hay situaciones en la vida en las que cualquiera se siente profundamente indignado y al ver la ineficiencia del sistema legal para sancionar como corresponde a los causantes de algún agravio, surge la tentación de hacerse justicia por propia mano. En Guatemala hay abundantes muestras de que vivimos en un paí­s que ha perdido el norte en cuanto a las elementales normas de la pací­fica y normal convivencia y por ello es que la violencia campea generando una espiral de la que será muy difí­cil salir porque está visto que las debilidades del sistema de justicia no sólo alientan las venganzas, sino que les garantizan la más absoluta impunidad.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Cuando pienso en lo que ha ocurrido, por ejemplo, en la guerra contra el terrorismo, sostengo que Al-Qaeda logró su mayor triunfo cuando destruyó el sistema de las libertades civiles y de las garantí­as para el individuo que eran la mayor fortaleza de la sociedad norteamericana. Cada vez que escucho la trillada frase repetida una y otra vez en la séptima entrada de los juegos de los Yankees, cuando el anunciador pide recordar a los hombres y mujeres que luchan y han muerto «defendiendo nuestro estilo de vida», siempre pienso que ese «estilo de vida» ya no es el mismo que habí­a antes del 11 de Septiembre, porque de una u otra manera el paí­s cedió su libertad en nombre de la seguridad y con ello perdió la batalla.

Pues lo mismo nos pasa a nosotros, cuando quienes creemos tener una vida inspirada en valores y civismo, podemos caer en la tentación de saltarnos las trancas y empezar a convertirnos en una especie de guardianes justicieros con la misión de subsanar las deficiencias del sistema de justicia. La gente buena (que bondad no debe ser sinónimo de estupidez), no puede ganarle a los malos adoptando malas artes para librarse de ellos. La renuncia a los valores es el paso para ceder ante esa avalancha que nos representa el dominio extendido de los mal vivientes, traficantes, mareros y delincuentes de cualquier clase.

Cuando uno ve que las injusticias (grandes o pequeñas) quedan impunes en nuestro paí­s tiene la natural tentación de actuar para corregir ese desajuste de la sociedad. Y pienso que es obligado que actuemos, que hagamos algo y que nos comprometamos para corregir la situación, pero nunca sacrificando nuestros propios valores ni mucho menos envileciéndonos como medio para alcanzar el fin.

Se trata de un profundo dilema ético, porque vivimos en un paí­s donde la mayorí­a de la gente muestra una indiferencia indignante y hace gala de su sangre de horchata y, perdónese la expresión, de supremo valeverguismo. Todos continuamos nuestra vida sin inmutarnos frente a los males y problemas ajenos, dejando que las cosas se sigan deteriorando. Yo creo que esta sociedad necesita un aire con remolino, pero pienso que no podemos dejarnos llevar por los instintos y mucho menos hacer como los gringos, renunciando a lo más valioso que tenemos para luchar contra el mal.

Y quienes estamos entre ese montón de indiferentes y aquellos que se hacen justicia por propia mano, tenemos que encontrar nuestra ruta para actuar y ser verdaderamente factores de un cambio positivo. El paí­s necesita una revuelta, pero no para envilecernos más, sino para rescatar valores y colocarlos como centro de la sociedad. Es mucho más difí­cil, por supuesto, pero si atinamos a definir esa ví­a para lograrlo, podremos hacer de Guatemala el paí­s que siempre hemos soñado.