Shumo


Lo vi acercarse en su pathfinder negra, una cabeza rapada salí­a por encima de la portezuela abollada junto con el estruendoso sonido de algo que se confundí­a entre reggaeton y hiphop. Al ver sus labios retorcerse en un piropo barato me hundí­ en mi pequeño vehí­culo, espacio seguro contra adefesios de esa calaña.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@yahoo.es

El semáforo me permitió, sin quererlo claro, darle alcance, iba justo detrás de esa camioneta oscura con placas de Los íngeles enmarcadas en luces neón color morado.

La luz ya habí­a dado verde y el vehí­culo permanecí­a quieto mientras el individuo volví­a a emerger de la ventana y vomitaba expresiones mezcladas en un inglés mal pronunciado, revueltas con lugares comunes, de lo que un dí­a fueran frases galantes, hoy tan solo resabios de calenturas expresadas verbalmente.

Mi bocina se agotó, cinco cuadras habí­an pasado y en cada parada era lo mismo: adolescentes con uniformes a cuadros, señoras de falda de embudo, una empleada doméstica cargada con una mochila. Todas eran sujetas de sus miradas y de sus libidinosas palabrerí­as.

No pude más y rebasé al auto rodado, obviamente, y justo llegando a la 5ª. avenida pude ver de reojo al macho man que lo conducí­a, robusto por no decir obeso, moreno, pelón al rape, con t-shirt sin mangas, cadena chapeada de oro al cuello, guanteletas y un diente con casquito plateado. Tal como lo habí­a imaginado, un perfecto ejemplo de lo que la alienación produce, y la baja autoestima esconde, así­ no más, recién venido del norte ostentando su cheap power en un espacio «selecto».

Somataba las manos contra el timón y alzaba la ceja cual dandy en artí­culos mortis. Dos cuadras más adelante se vació en chusquedades e insultos contra un homosexual presuroso vestido del mismo color que sus adornos neón en la placa.

El tráfico me impedí­a avanzar y mi desprecio crecí­a a medida que miraba más al tipo ese. Se embutió un dedo en la nariz y presionó repetidas veces la bocina, que imitaba un chiflido de albañil acalorado a mediados de marzo. Una mujer bastante mayor subió al carro y se sentó a su lado, vestí­a de negro y las gafas se detení­an en la puntilla de la nariz. Pensé que los cabreos habí­an concluido, pero una cuadra más, la cabeza rapada salió de nuevo por la ventana, gritándole a una mujer morena que cruzaba por el paso de cebra imaginario: «Mami, de lejos te vi venir y me pareciste una groncha, si negra tenés la cara, cómo tendrás la concha». Estupefacta e indignada alcé el cuello para ver la reacción de la señora. Ella reí­a a carcajadas celebrando la inspiración ofensiva, mientras su retoñó, asumo, hinchaba el pecho como muestra de hombrí­a.