El arte, más que la obra de un genio, es un producto cultural; una especie de síntesis provisoria de una conflictiva dinámica social, realizada -eso sí, por un individuo sensible, iniciado en el oficio de concretar las imágenes huidizas que crea la sociedad en su movimiento perpetuo. Es por eso que la obra de arte se inscribe siempre en una tradición y en una historia del arte, al mismo tiempo que genera su propia crítica. Es decir, que su sola presencia señala al espectador sus orígenes histórico-culturales al mismo tiempo que le exige algo más que un comentario: un esfuerzo por comprender.

Sergio Alvarado (Salcajá, Quetzaltenango, 1977) proviene de una familia de tejedores tradicionales, lo que quizás explica su innato sentido del color y del diseño; al mismo tiempo que como pintor es, de alguna manera, heredero de lo que se ha dado en llamar la «Escuela de Quetzaltenango», un grupo de pintores que en la década de los 80 abrió canales de expresión para un particular tipo idiosincrásico (de profunda y agitada vida interior, extraviado en los vericuetos de la timidez y los buenos modales, la religiosidad y la desconfianza interétnica de siglos) formado a la sombra de una sociedad ambigua (por decir lo menos) que prohíbe las expresiones exaltadas y que tensa el variado y diverso tejido cultural de la segunda ciudad de Guatemala.
Expresarse, pues, con libertad en Quetzaltenango es siempre un acto de valentía que toma irremediablemente los caminos del sueño, de los símbolos oscuros y de la transfiguración poética para transgredir el silencio impuesto por costumbres opresoras. La libertad artística es, más que libertad de hacer, libertad para soñar. Obviamente no son sueños sanos e inocentes, sino más bien obsesivos, que no imaginan mundos mejores sino que expresan la represión de todos los deseos. La libertad de soñar también puede ser penosa, sobre todo cuando lo que se sueña pendula entre la soledad, la fatalidad y la angustia.
Sergio Alvarado pinta sus fijaciones. Recortadas contra el sueño, nítidos y fijos los rasgos fantasmales surcados de colores tormentosos, desvaneciéndose en la bruma los contornos imprecisos, sus mujeres de grandes ojos negros y achinados, de mirada limpia que se derrama en llanto, hablan de ausencias y despedidas. O de una sola despedida desgarrada y de una sola ausencia definitiva. Y de recuerdos dolidos que acosan por los cuatro costados. Un llanto a torrentes que los colores suaves de los tocados delicados agitados por el viento y la vertiginosa geometría alegre e inquieta de feria de pueblo no logran mitigar. Salcajá, tierra de emigrantes que viajan en sueños a su tierra y construyen casas delirantes donde habitan mujeres que lloran ausencias eternas y sueños retornos improbables.
Hijo de tejedores y tejedor él mismo, el pintor Sergio Alvarado no pierde el hilo de sus sueños. Sus cuados tienen un diseño sutil muy eficaz para atrapar sueños enmarañados, de esos que literalmente quitan el sueño y lo dejan a uno con una angustia indefinida, como hilo de barrilete a punto de romperse, vínculo entrañable que hace temible al olvido y a la muerte.
No obstante la geometría y el diseño, de la obra de este pintor de Salcajá no puede hablarse sino poéticamente. El simple análisis formal dejaría fuera las razones de ser de su pintura y nos llevaría a ilícitas asociaciones estilísticas. Su valentía expresiva es digna de admiración. Por otro lado, el bueno oficio lo resguarda de sus riesgosos atrevimientos y también de cierta ingenuidad juvenil. Como elemento para un diagnóstico del movimiento cultural allende del viciado ambiente capitalino, el significado de su pintura, su aplicación al oficio de crear imágenes enraizadas en su entorno y su propia juventud son signos admirables y alentadores.