Juan B. Juárez
Sin duda lo que diferencia a la pintura de Sergio Alvarado (Salcajá, Quetzaltenango, 1976) de otros paisajistas tradicionales es que en sus cuadros el peso del espectáculo no está puesto en la Naturaleza sino propiamente en la actividad humana (trabajar, habitar, vivir). Con ello se aleja de cierta concepción de la belleza como algo impersonal y ajeno, que si bien rodea a lo humano por todos los flancos es esencialmente irrealizable con las simples facultades estéticas y creativas del hombre. Con ello se aleja también del concepto del arte como imitación de la Naturaleza y recupera para el artista la noción de libertad creativa y de responsabilidad estética -y ética? sobre su obra.
En sus paisajes, en efecto, la Naturaleza ya no es la protagonista principal que muestra su inconmensurable y permanente belleza bajo la luz cambiante del sol y los sentimientos atrayendo los adjetivos grandiosos de siempre, sino que es apenas un escenario sobre el cual los hombres viven su drama anónimo y cotidiano. Atrás de esta característica de su pintura está el hecho de que él mismo no es un artista urbano que eventualmente sale al campo a «paisajear», sino que vive en una comunidad rural en estrecho contacto, más que con la naturaleza, con el trabajo de los campesinos y artesanos rurales, lo cual le da legitimad existencial a su obra y cierto carácter documental a sus estampas.
Con todo, no se trata de un paisaje de un realismo ingenuo y «primitivo», de difuso contenido emotivo, sino de una pintura vigorosa, decidida en su intención expresiva y muy resuelta en el uso de recursos para lograr ese objetivo. En ese orden de ideas, sus cuadros son propiamente escenas de la vida cotidiana. Ya sea bajo la luz clara, reverberante e hiriente del medio día, la indecisa de los amaneceres o la que se apaga en sombras al anochecer, el primer plano lo ocupan siempre las personas, lo que hacen o han hecho: campos labrantíos, campesinos abriendo surcos, cosechando o descansando; en un plano intermedio, las casas solitarias, los poblados más o menos cercanos; y al fondo, las montañas y los volcanes quebradizos bajo un cielo que se deshilacha en retazos de nubes blancas. Y es que bajo esa luz siempre intensa y definida, los colores no se funden sino que permanecen separados y sin transiciones, en áreas o franjas bien delimitadas que se complementan por armonía o contraste, dándole al conjunto una vivacidad muy acentuada y una volumetría que es al mismo tiempo leve y estable. Un recurso, se dirá, que recuerda a los impresionistas franceses, pero que en el caso de Sergio Alvarado se relaciona más bien con su oficio de tejedor que le exige unir hilos de diferentes colores para crear un diseño armónico y unitario en el que los colores no se funden sino que se apoyan unos a otros.
Con todo ello Sergio Alvarado se separa también del paisajismo clásico guatemalteco, aquel de Garavito y Gálvez Suárez, que si bien tuvo el mérito de encontrar sus temas en la naturaleza local y abrir con eso el reconocimiento estético que está en la raíz de la historia del arte guatemalteco, no logró integrar al hombre guatemalteco, al campesino, al indígena, en su realidad humana y en su drama social, sino que simplemente lo tomó como parte del paisaje, como parte de la naturaleza y, por tanto, como propiedad de las clases ociosas. Así, aunque su paisaje no es crítico en el sentido propio del término, aporta a la consciencia estética nacional cierta valoración del trabajo anónimo de campesinos y artesanos, ahora sin la carga cívica e ideológica de los pintores urbanos.