Serenatas al hastí­o de Eduardo Juárez


Juan B. Juárez*

Los escritores constituyen una fauna muy singular. Usualmente su dieta está compuesta principalmente de libros y, consecuentemente y sobre todo cuando ha habido problemas de digestión, lo que producen despide siempre cierto tufillo literario que lo delata como «obra de la imaginación», es decir, como ficción, como sucedáneo de lo real. Ese tufillo parece no molestar a nadie; al contrario, se le considera de bueno gusto y es lo que deleita a los expertos y diletantes a quienes les facilita el morboso placer de identificar fuentes e influencias y, dado el caso, hasta descifrar la receta completa de la técnica de un libro y de un escritor. Muy a pesar de los esfuerzos literarios de Eduardo Juárez, los cuentos que reúne el libro «Serenatas al hastí­o» huelen, sin embargo, a vida, aunque no necesariamente a la mejor vida. O pensándolo mejor, huelen a lo único que puede oler la vida: a soledad, rechazo, desarraigo, abandono, crueldad, locura, perversidad, impotencia, rabia y, sobre todo, a hastí­o.


Y no es que el autor sea un sabio que previamente haya indagado en las profundidades del alma humana para luego filosofar con ironí­a sobre la futilidad de los afanes de los hombres, o de las mujeres. No. Eduardo Juárez se muestra más solidario y consecuente con lo que vive y observa, y puede afirmar a la par de cualquiera de sus personajes: «Me aburro, luego estoy (aunque ciertamente no soy)», y escribe justamente para delimitar ese espacio de la actualidad y de la personalidad de los individuos de donde el ser ha sido desalojado.

Del desalojo del ser del escenario de la actualidad y de la personalidad (que, entre otras cosas, hace posibles y verosí­miles a estos personajes que dedican sus bostezos al hastí­o) yo acuso al sistema (lo que sea que eso signifique) que vive de lo que excluye, de lo que desecha. Al respecto, me complazco imaginando estadí­sticas confiables y de buena fuente que establecen que ese malhadado sistema que nos enajena tan minuciosamente sólo utiliza la milésima parte de la persona humana. El resto no lo elimina: sencillamente deja que se pudra; no importa que esa brumadora porción de humanidad que se condena a la fermentación y a la degradación corresponda a una persona de éxito o al menos «integrada». Bajo esta lógica de inclusión-exclusión propia del sistema todos somos personas de í­nfimo éxito y mí­nimamente integradas, aunque tal éxito y tal integración únicamente signifiquen que dos o tres ideas ajenas rebotan permanentemente en nuestro cerebro vací­o y embrutecido convirtiéndonos en sonajeros tristes, monótonos y ruidosos: producir lo que el sistema consume y consumir lo que el sistema produce. Multiplí­quese eso por la cantidad de habitantes del planeta y tendremos una idea de la posmodernidad: millones de seres que deambulan a la velocidad de la oscuridad, que es menor que la de la luz pero igualmente vertiginosa, sobre todo si se piensa que no avanza sino que se enreda torpemente en sus propios pasos.

Uno de los dudosos méritos de esta colección de cuentos es que nos obliga a ser valientes. No es que sus historias sórdidas y sus personajes grotescos despierten en los lectores algún sentimiento de indignación, de arrepentimiento o vergí¼enza, que de todas maneras serí­an inútiles y tardí­os, que los hiera o los lastime. No. Sencillamente nos empujan, nos precipitan a ese vací­o que, por otra parte, ya desde antes nos reclamaba, nos tentaba a desgajarnos de ese ganchito sangriento que nos mantiene agarrados al sistema mientras la mayor parte de nuestra humanidad ondea como piltrafa en el aire saturado de moscas. Es un problema de gravedad e inercia, de fuerzas centrí­fugas y centrí­petas, de cordura y locura, de saber o no saber si vale o no la pena y del que ya no estarí­amos conscientes ni angustiados si finalmente nos decidiéramos por el salto y la nada.

Otro mérito, éste menos dudoso, es el hilo fino que aparece, desaparece y reaparece entre las tramas groseras de la vida de los personajes: ciertos rasgos de ternura, de ingenuidad y buena fe que brillan y esbozan un borroso perfil de humanidad siempre a punto de disolverse entre tanta sordidez. Es la antí­tesis del ganchito sangriento: una especie de tatuaje, de sello de origen que, como la mancha mongólica, recuerda que, después de todo y entre nos, se trata siempre de seres humanos.

Eduardo Juárez pertenece a la primera generación de escritores guatemaltecos posmodernos, lo cual no es precisamente un cumplido. Pero es esa generación desesperada para la cual la tradición literaria no cuenta mayor cosa y que, urgida por hacer algo que la salve del o la condena al hastí­o, la escritura es el único hecho que les cabe producir. Sus libros, por lo tanto, son como manotazos para espantar moscas y no necesitan prólogos, pues no están hechos para las clases ociosas (las cuales, por otro lado, ya no existen: sólo existe el sistema), sino que más bien exigen de cada lector un epí­logo en el que cada quien registre la experiencia de su lectura. Pues, efectivamente, libros como «Serenatas al hastí­o» no son obras de la imaginación, no son ficciones en el sentido tradicional del término: son el hecho concreto que sucede, que acontece y que deviene no en una ampliación de la cultura literaria sino en una experimentación de vida.

* Crí­tico de arte y escritor. El artí­culo es el prólogo al mencionado libro.