En Guatemala hemos desarrollado un sistema político en el que no cuentan ni los partidos políticos ni, en el fondo, los electores. Cuenta el pisto que ponen los financistas para elegir alcaldes, diputados y presidente de la República, por lo que con la más absoluta propiedad podemos hablar de una verdadera pistocracia que funciona por y para los intereses de los que dan dinero a los candidatos que resultan ganadores.
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Cuando los diputados hablan de que son soberanos y que pueden tomar las decisiones que les venga en gana hay que corregirlos. Cierto es que les vale madre el mandato del pueblo en las urnas porque con absoluta razón saben que no le deben el puesto al voto popular, sino que se lo deben a los financistas y por lo tanto sus mandantes son éstos y ese mandato, el de cumplir a los que dieron dinero y el de velar ciegamente por la protección de sus intereses, se vuelve sagrado. Tan sagrado como en una democracia es el mandato popular mediante el cual se delega la soberanía popular en los poderes del Estado.
El gran problema del sistema político nuestro es que su reforma tiene que pasar, a fuerza, por las mismas fuerzas políticas que han encontrado muy cómodo vivir de los financistas y establecer con ellos el único pacto perdurable. Suponer, por ejemplo, que el Congreso de la República implementará una reforma a la Ley Electoral para regular efectivamente el financiamiento de las campañas políticas es como esperar que el Rey del Tenis y Justicia para el Cambio promuevan una Corte Suprema comprometida con la verdadera justicia.
Tenía que llegar el momento en que el conflicto de intereses entre la población y los poderes reales que operan clandestinamente fuera de tal magnitud como el que ahora se vio con la conformación del poder judicial. Gracias al aliento que le ha dado a Guatemala la CICIG con su empeño contra la impunidad, existe hoy más que nunca conciencia de la importancia de tener un poder judicial independiente al servicio de la legalidad y no de la protección de los delincuentes, por lo que en esta oportunidad el tema cobró relieve y fue objeto de discusión pública.
En el fondo lo que los ciudadanos tenemos que entender es que no vivimos en una democracia en la que los funcionarios se convierten en depositarios de la soberanía popular, porque los votos se obtienen con el pisto de los financistas y eso lo tienen muy claro todos los dirigentes políticos. En Guatemala hay que venderle el alma al diablo para alcanzar el poder y el diablo no perdona. Siempre lo hemos sabido, pero en los últimos años esos diablos han ido teniendo nombres y apellidos que los identifican plenamente y el gran avance que debemos reconocer es que ahora se empieza a conocer a los integrantes de los poderes ocultos.
Los cambios no se producen de la noche a la mañana, pero hay crisis que dejan huella y ésta, la que descaró la forma en que negocian la Justicia del país los poderes ocultos, suena como a los primeros estertores de esa pistocracia que tan conveniente ha resultado para los políticos y sus mecenas, que recuperan la inversión con creces en el baño de corrupción.