Ser soplón en tierra talibán


Un miembro del Ejército de los Estados Unidos (C) observa cómo civiles salen a la calle en una operación militar. FOTO AFP / ED JONES

Esconde su rostro bajo una opaca tela amarilla que aprieta por temor a que se le caiga, porque sabe que se juega la vida informando a los estadounidenses sobre un escondite de armas en el feudo talibán de Kandahar, a cambio de una recompensa.


La noticia cae al mediodí­a: un afgano informa sobre un depósito de cohetes en pleno corazón de la capital del sur afgano, cuna del movimiento talibán donde la OTAN y las tropas afganas han iniciado hace unas semanas una operación destinada a restablecer la autoridad de Kabul.

Según el informante, hay que intervenir rápidamente porque los insurgentes planean utilizar las armas esa misma noche para atacar la base Nathan Smith de la OTAN, recientemente blanco de un atentado con coche bomba que no dejó ví­ctimas.

Los hombres del 293º batallón de la policí­a militar, responsables de ese distrito, interrumpen su rutina para preparar la operación. Acaban de visitar uno de los puntos de control de la policí­a afgana, en el barrio norte densamente poblado de Kandahar, por el que transitan los insurgentes.

«Hay un cierto número de dirigentes talibanes que viven aquí­», explica el sargento Michael Crowley.

Aunque la zona se mantiene relativamente al margen de los problemas de seguridad, la población teme dar información a las fuerzas afganas y a la OTAN por miedo a las represalias.

Recientemente, «los insurgentes cortaron las manos a unos obreros de la construcción que trabajaban en obras financiadas por el gobierno», después de haber enviado cartas de amenaza, cuenta el sargento.

Los funcionarios también han sido un blanco privilegiado de los ataques. El martes, el jefe del distrito de Arghandab, en el norte de la provincia, murió en un atentado con coche bomba. Los talibanes lo consideraron un traidor, por recibir financiación y ayuda de las fuerzas especiales estadounidenses.

Al llegar al lugar del escondite, los soldados estadounidenses buscan sin éxito las armas, pese a su detector de metales. El informante, escondido en un vehí­culo, se niega a salir a ayudarles y exponerse a la vista de todos.

El coche blindado trae finalmente al hombre al lugar, del que se ha pedido a las fuerzas afganas que se retiren.

«Le daba miedo ser visto por la policí­a», explica el sargento estadounidense, Charles Smith.

Rápidamente, la silueta cubierta con una sábana se dirige a un lugar determinado, empieza a cavar la tierra y se sube de nuevo a bordo del vehí­culo.

Los policí­as afganos apartan a los civiles del perí­metro mientras llega el equipo de desminado.

Al final, el descubrimiento es relativamente modesto: cinco proyectiles antitanque de 62 milí­metros envueltos en un saco de arroz. Es difí­cil saber si realmente planeaban un ataque contra la base de la OTAN.

Pero para los estadounidenses, siempre es una pequeña victoria. Y para el «topo», una suma de dinero significativa.

Según un responsable militar estadounidense basado en Kandahar, los informantes reciben dinero a través del programa bautizado «pequeña recompensa» cuando ayudan a encontrar morteros, cohetes y otro armamento pesado.

«Es una forma de compensar a esta gente por jugarse la vida», dice, aunque se niega a precisar cuánto cobran por ello.

Pese a todo, según un oficial estadounidense de información, es necesario mejorar la seguridad si se quiere poder contar con la población de Kandahar como aliada.

«Simplemente no pueden apoyarnos por miedo a las consecuencias. Esperan para ver qué pasa», comenta.