Hoy es el último día laboral para la mayoría de trabajadores del país y da inicio oficialmente a la Semana Santa. Una semana que cada vez pierde más su colorido y significado para dar paso a días simplemente de despelote: visita a las playas, ingesta de licor o viajes de placer para hacer algo novedoso.
Pero no siempre fue así. La Semana Mayor por mucho tiempo marcó días de auténtico retiro espiritual. Los cristianos meditaban en las Escrituras, confrontaban su vida personal con las exigencias de los textos y al juzgarse pecadores bajaban la cabeza para hacer penitencia. Las confesiones eran cosa natural y las grandes colas en el confesionario indicaban que los cristianos querían rehacer sus vidas.
 Las procesiones eran parte (todavía lo son en alguna medida) del itinerario penitencial. Los cristianos se vestían con ropa apropiada para la ocasión y cargaban al Cristo Yacente acompañados de música sacra. Todo revestía en la ciudad aire santo, se respiraba espiritualidad. Los signos eran evidentes: alfombras, incienso, cucuruchos, música, procesiones. No había alternativa para volver los ojos al cielo y pensar en Cristo muerto y resucitado.
 Pero la Semana Santa sólo era un momento de explosión festiva. Los cristianos venían preparándose por 40 días para el gran momento. Todo comenzaba el Miércoles de Ceniza donde el recuerdo del polvo en la frente ponía a pensar en la caducidad de la propia vida: «Polvo eres y a polvo volverás». Desde ese momento comenzaban jornadas de privaciones. Los ayunos eran los más frecuentes. Muchos se privaban de carne, cigarrillos, fiestas y algunos hasta de sexo. La idea era llevar una vida más frugal para volver los ojos al verdadero tesoro.
 Además del ayuno, los cristianos hacían oración. Esos eran días para el Vía Crucis. Antiguamente los Vía Crucis de las iglesias no estaban de adorno (como prácticamente sucede hoy), sino para acompañar en cada estación los últimos momentos del camino de la cruz. Era frecuente ver a los cristianos detenidos en cada ícono de la Iglesia haciendo oración y recordándose de los dolores de Cristo. El Vía Crucis era una práctica tan popular como el rezo del Rosario.
 Y para culminar, las privaciones y las oraciones eran acompañadas por la limosna. Los cristianos en aquel entonces (hoy cada vez menos) eran generosos. La Cuaresma era tiempo para dar. Algunos daban el diezmo, ropas o simplemente ayudaban con obras al necesitado. No era tiempo para el consumo, sino para la generosidad. Y no se trataba de dar lo que sobraba, sino lo que realmente valía como un acto de desprendimiento. Los cristianos hacían ejercicio de pobreza.
 Hoy las cosas han cambiado. Los cristianos no van a la Iglesia, no meditan Vía Crucis, no rezan, no se confiesan ni van tampoco a las procesiones. A los cristianos les avergí¼enza esas cosas. Según ellos, la modernidad les ha hecho superar ese período de vida supersticiosa. El cristiano de hoy se siente muy racional y esto lo supone en contra de todo viso de religiosidad. De seguir así, en el futuro no nos quedará sino escribir con nostalgia (como lo hago hoy) de la vida que un día llevaban los buenos cristianos.