¿Seguros, tan seguros, sin seguridad?


El pueblo de Guatemala se siente asaz intranquilo a causa de la situación de inseguridad que se está viviendo durante las 24 horas de cada dí­a que pasa.

Marco Tulio Trejo Paiz

Hay en todas partes de la geografí­a nacional criminales en acción y en potencia, y no tienen la respuesta que merecen: ni en los hogares, ni de la gente inerme que transita en las calles, en los caminos y demás lugares de la ví­a pública, ni de parte de las autoridades, sobre todo de las autoridades que están para impartir la «santa muy santa» justicia verdaderamente justiciera…

En todo el suelo patrio hay preocupación por motivo de las rachas sangrientas que por decenas se están sucediendo con derroche de impunidad.

El qualunque (léase hombre de la calle) está comentando con dolor, con lágrimas, pero a la vez con coraje, con indignación, las fechorí­as de los pí­caros que virtualmente infestan todo el ambiente nacional, principalmente la capital y otras ciudades de la República.

Los miles y miles de emigrantes de México, de paí­ses centroamericanos y de otros lares, que han tratado de convertir en realidad el «sueño americano» y que han sido deportados por una razón u otra, incluso por haber cometido graves hechos delictivos como asaltos, robos, secuestros con propósitos de extorsión y asesinatos, han «importado» del extranjero acciones nada edificantes que han contribuido a corromper la cultura de niños, adolescentes, jóvenes y viejos; cultura que, de por sí­, ha venido decayendo aquí­ desde hace más de cuatro décadas, gracias a la ineficacia de casi todos los gobiernos.

Nadie; sí­, nadie está seguro en nuestro patio centroamericano porque, como todos sabemos, la inseguridad asoma su lí­vido rostro por todos lados, de dí­a y de noche y, a ratos, ante los rí­os de transeúntes que raudos van en las más atestadas ví­as capitalinas y de casi todas las citadinas del paí­s.

Las fuerzas de seguridad no han tenido todo el éxito deseable o deseado para contener el pandemónium de sangre, macabro, que nos tiene asaz preocupados y enardecidos. Con cierta carga de ironí­a, alguien dice que estamos «seguros, tan seguros, sin seguridad»?

Han sido bastante frecuentes los cambios de titulares del ministerio de Gobernación y de la Policí­a, indudablemente para frenar el tifón de asesinatos de hombres, mujeres y niños, pero hasta hoy, al menos hasta hoy, las cosas siguen mal, muy mal, al punto que la gente honrada y entregada a la actividad constructiva, dignificante, anda muy atribulada pensando en que en cualquier momento puede ser ví­ctima de los pandilleros y demás facinerosos.

Ojalá que el nuevo ministro del Interior haya entrado, desde los primeros dí­as de sus delicadas funciones, a reflexionar y a adoptar medidas inteligentes para combatir con denuedo y sin tregua, con toda decisión y por todos los medios a su alcance, como lo demandan las penosas circunstancias, la criminalidad y la delincuencia en todas sus nefandas manifestaciones, a fin de que la sociedad toda pueda tener la protección personal y patrimonial frente a la barbarie que se ha enseñoreado de nuestra pobre patria.

Hay quienes dicen, más que todo retorciendo a su modo demagógico y aun politiquiento la Ley y los derechos humanos, como ignorando las negras realidades que se viven, que a los individuos que trajinan en las charcas del crimen, del delito, no hay que tratarlos a patada y trompón, sino mediante el humanismo, como si muchos de ellos no han estado dispuestos a segar vidas de sus congéneres y, sin titubeos, han perpetrado las salvajadas.

Hay un gran sector del pueblo que añora un aparato dictatorial como el que in illo témpore montó y mantuvo bien aceitado, listo para fulminar a los prisioneros en el fatí­dico patí­bulo con descargas de fusilerí­a, el general Ubico; mas, esos tiempos han quedado ya en la oscura noche de la triste historia de los tiranos. .

Ahora lo que se desea con exigencia e insistencia es reducir a la impotencia a los que sin reparar en las tragedias que causan a padres, esposas (o esposos), hijos, hermanos y demás seres queridos que integran los núcleos familiares, no se tiendan el alma para herir y asesinar a sus semejantes hasta por apropiarse de unos cuantos quetzales o de teléfonos celulares (móviles), así­ se trate de hombres, de mujeres o de niños inocentes.