Edgar Gutiérrez
Centro de Estudios Estratégicos y de Seguridad para Centroamérica (CEESC)
La sangrienta batalla campal que tuvo lugar el pasado martes 25 de marzo en La Laguna, Río Hondo, Zacapa, pudo haber marcado el término de una suerte de armisticio de los cárteles de narcotraficantes que operan en el territorio guatemalteco y que tienen conexiones con sus matrices en Colombia y los distribuidores mayores en México.
Este hecho podría ser el fin de una «coexistencia pacífica» que llevaba al menos unos seis años. Y aunque fuera un hecho aislado, comienza a desnudar una realidad que todos sabían, pero nadie admitía oficialmente.
Tierra de paz del narco
Guatemala se afianzó en este último periodo como pequeño y estratégico territorio, seguro para los narcotraficantes. Esta prefrontera con los Estados Unidos se fue nutriendo de minúsculos cárteles de tráfico de droga, cuyas cabezas se multiplicaban y crecían en viva competencia, pero sin que llegaran a machucarse los cayos. Parecía que el mercado siempre pujante del consumo daba para todos y, por tanto, todos ganaban, siempre y cuando se respetaran las reglas del mercado entre ellos: calidad del producto, puntualidad de entrega, peso exacto y no interferencia en sus líneas de abasto.
Fue un periodo extrañamente inusual si se compara con las atroces matanzas entre cabecillas y tropas del narco en varios Estados de México, donde los fuegos cruzados siguen siendo múltiples: entre cárteles, dentro de los cárteles mismos, de las fuerzas federales de seguridad contra los cárteles, de cárteles contra fuerzas federales y estatales, y de fuerzas de seguridad estatales y municipales cooptadas por los cárteles que enfrentaban a balazos, como si se tratara de ejército de ocupación, a las fuerzas federales.
Visto desde lejos parecían las varillas de una rueda de bicicleta moviéndose a una velocidad inusitada. Un observador externo que quisiera descifrar las direcciones de cada varilla, pronto se rendía mareado.
La mampara del Estado
¿Qué permitía tal coexistencia? A ciencia cierta se desconoce si hubo un acuerdo explícito o sobreentendido entre los cabecillas de no agresión. Lo cierto es que mientras los reportes de las agencias antidrogas de los Estados Unidos insistían con alarma que sobre el territorio guatemalteco pasaba, ya no, como hasta hace poco, el 60 por ciento de la cocaína que se consume en los Estados de la Unión Americana, sino el escandaloso 70 por ciento, acá nada ocurría.
Así como los narcotraficantes no chocaban entre sí -o lo hacían discretamente para no llamar la atención mediática- tampoco había persecución contra ellos. Los decomisos de droga, dinero blanqueado y capturas de narcotraficantes notables disminuyeron de manera significativa año tras año, hasta volverse insignificantes. El Departamento de Estado de los Estados Unidos informaba del deterioro del cuadro, pero esta vez, a diferencia de 2002, no se adoptaron disposiciones políticas que hicieran ver mal al Gobierno del entonces presidente í“scar Berger.
La debilitada Policía Nacional Civil -cual policía de pueblo, y no de Estado- donde era necesaria para los cárteles, era corrompida y servía a los intereses de los narcotraficantes que cruzaban su jurisdicción con absoluta seguridad, y a ciencia y paciencia de los mandos policiales, temerosos o también cooptados.
Ese estado silente tenía un beneficio inapreciable para los cárteles: bajaban su perfil político, todos sabían que ahí estaban, que seguían creciendo y eran más influyentes, pero nadie se atrevía a reconocer ese cáncer como tema de Estado. Con lo ocurrido en La Laguna esa discreción parece llegar a su fin.
Balas perdidas o inicio de la guerra
Se pueden ensayar al menos dos hipótesis sobre lo ocurrido el día 25: 1) Se trató de un hecho aislado, el ajuste de cuentas por fallas, traiciones o incumplimientos de «contrato» dentro del llamado cártel del Golfo, y una vez escenificada la matanza las cosas volverán a su cauce, pues a nadie, entre los narcotraficantes, interesa seguir la matanza ni convertirla en guerra declarada, y 2) Es el final de la tregua, los códigos se han roto y la guerra de los cárteles de México se traslada a Guatemala, con su sangrienta secuela.
Si fuera este último caso, las autoridades guatemaltecas quedan ante hechos consumados y deben adoptar decisiones inequívocas: la guerra llegó a su patio interior y no pueden hacerse de la vista gorda ni aparentar neutralidad.
Eso ocurre justamente cuando el centro regional de operaciones antidrogas debe tomar cuerpo entero en Guatemala, el plan Mérida está por adoptar líneas estratégicas, México sigue su batida contra los cárteles, Colombia propina golpes contra la espina dorsal de las FARC aun arriesgando relaciones vecinas, y el gobierno del presidente ílvaro Colom apenas sale de la crisis de las maras, a la vez que desenfoca la conflictividad social adjetivizando a pobladores civiles de Izabal como «terroristas», cuando se le desnuda una pequeña parte de la realidad del narcotráfico que se nutrió tras la mampara política de los últimos tiempos.
Edgar Gutiérrez