Se apagó la luz


Sólo ganas de llorar deja la salida de Castresana de la CICIG, no por él, sino por Guatemala, por el retroceso que significa su partida y por la pérdida de una ilusión.  Porque, ¿a quién no le empezaba a gustar ver en la cárcel a los hampones? ¿Quién no empezaba a degustar el nuevo y extraño sabor de la justicia?  La salida de Castresana nos despierta del sueño profundo, nos pone en nuestro lugar y nos recuerda nuestra naturaleza más í­ntima.

Eduardo Blandón

Castresana era una especie de utopí­a a punto de realizar.  Se perseguí­a a tramposos y, con la seriedad de un hombre comprometido, los entregaba a la justicia, sin piedad, con pruebas, sin arbitrariedad ni tampoco violencia.  Parecí­a la encarnación del justiciero extraterrestre, nunca visto (al menos para nosotros) que enviado del espacio nos sedujo con el milagro del fuego.  «Nada del otro mundo», repiten sus adversarios, pero bien que viví­an su presencia con «terror y temblor».

 

En Castresana no habí­a magia ni pócimas milagrosas, sus acciones eran de lo más ordinario del planeta, pero ninguno en nuestro paí­s (o muy pocos para ser justo) se habí­a comprometido tanto con la justicia como él.  Pocos han experimentado la chifladura por combatir la corrupción, perseguir a los criminales y oponerse con valentí­a a la impunidad.  Entre nosotros el común denominador ha sido casi lo contrario, escondernos, asociarnos con nuestro silencio con los malhechores y permitir con nuestra omisión toda clase de males. 

 

Por eso la luz de luciérnaga de Castresana (con todas las limitaciones de la CICIG) se convirtió en una antorcha en medio de nuestra oscuridad.  Y vaya el terror de los hijos de las tinieblas, les temblaba las piernas al andar y aborrecieron la luz.  Desde entonces empezaron a complotar, urdir amenazas e inventar obstáculos.  Se asociaron, como siempre, como han hecho desde toda la vida, y el viernes pasado alcanzaron su propósito.  Lograron la renuncia del hombre que adquirió la estatura de profeta en nuestro desolado mundo pagano y hoy están rebosantes de alegrí­a.

 

Se sienten victoriosos porque les permite una pausa para seguir esquilmando al paí­s, para ocultar su rostro y reacomodarse en las instituciones del Estado.  Hoy experimentan seguridad y toman aire para nuevos combates, están seguros que no darán tregua en su lucha por mantener su estatus delincuencial.  Se sienten fuertes, apagaron la luciérnaga y sienten orgasmos victoriosos como los pudo sentir un dí­a el torpe Goliat.  Les parece que su triunfo, el de ahora, es definitivo.

 

Mientras nosotros, muchos de nosotros, sólo tenemos ganas de llorar: por el regreso de la impunidad, la victoria temporal de los hampones, las ilusiones perdidas y el abandono al pesimismo.  Volvemos a la idea de que en Guatemala no sólo la naturaleza nos adversa, sino la organización social, la estructura del Estado y la actividad de quienes hacen polí­tica.  Volvemos a la idea del desamparo y a pensar que lo propio en esta mala hora es la huida.

 

En definitiva, la renuncia de Castresana nos recuerda que el paí­s está en alas de cucaracha o, como dijo alguien, en estado muy delicado, moribundo, en coma.