Desde pequeño me ha impactado la imagen del último Juez, del único Juez. Aquella representación magnífica donde Jesucristo con todo esplendor, sentado en su trono convocaba a todas las naciones y los separaba como un pastor a las ovejas de los cabritos. A los primeros les dirá «Venid, benditos de mi Padre al cielo que se os tiene prometido» (Mt. 25,33). A los otros los echará al castigo eterno. Ahora bien ¿Cuál es la diferencia? En otras palabras ¿Por qué ha de premiar a los bienaventurados? ¿Qué bien hicieron para merecer tan extraordinario beneficio? Iban todos los días al templo o a la iglesia. Diezmaban. Ayunaban. Oraban todo el día. Hacían vigilia. No cometían graves pecados ni se mezclaban con pecadores y malhechores.
Se mortificaban o auto flagelaban. No fumaban. No bebían. Consumían ciertas comidas prescritas y evitaban otras prohibidas. Guardaban los días ceremoniales. Etcétera. Ahora bien, el justo Juez en su pronunciamiento ¿Se refiere a algunas de estas prácticas? No. Lo que el Señor afirma es que «tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, anduve como forastero y me dieron alojamiento, desnudo y me dieron ropa, enfermo y me asistieron, en la cárcel y me visitaron» (Mt. 25, 35). No menciona nada más en su definitiva sentencia. Claro -y no quiero que se malentienda–, las demás obras de piedad y cumplimiento religioso son buenas y consolidan una formación recta; pero son insuficientes, vacías, si no se cumple el mandato principal: caridad, misericordia, compasión. Como aquellos que ocupan tanto tiempo a ser santos que se olvidan de ser simplemente buenos. La voz de Yahveh tiene ecos de trueno cuando dice: «Lo que quiero de ustedes es que me amen, y no que me hagan sacrificios.» Y la voz firme y dulce de Jesús casi la escuchamos cuando, como profesor de primaria, amonesta a sus discípulos: «Ustedes no han entendido el significado de Esta escritura: Lo que quiero es que sean compasivos y no que me ofrezcan sacrificios». Y luego ordena: «Vayan y aprendan el significado de esta Escritura: lo que quiero es que sean compasivos, y no que ofrezcan sacrificios.» (Mt. 9,13). «Sean compasivos como también su Padre es compasivo». Y con diferentes escenarios se repite la misma cita en distintos pasajes del Evangelio: el perdón a aquella que bastante pecó pero también amó mucho; el de no juzgar para no ser juzgado; la ponderación del buen samaritano y el amor ilimitado del padre de aquel hijo pródigo y en la expresión divina que casi todos sabemos de memoria: «perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos». El llamado supremo es -claramente– al ejercicio del amor perfecto, al perdón sin límites; cumbre máxima que se fija como un norte a donde debemos dirigirnos ¡Ojalá así fuera! Sin embargo los corazones pequeños, que no se han ejercitado en la caridad, son recipientes diminutos incapaces de contener grandes raciones de amor. De allí que la aspiración se limite a gradaciones inferiores de la misma escala entre ellos la compasión, la aceptación, la tolerancia. Quiero referirme a ésta ultima en medio de nuestra convulsa sociedad; si no somos capaces de ejercitar de lleno la caridad, pero al menos seamos más tolerantes con quienes nos rodean: con el hijo desobediente; con el cónyuge cuando está de mal humor; con el trabajador que sin querer ha hecho mal un encargo; con el peatón imprudente que se atraviesa en verde; con el automovilista lento de adelante o con el sonso que no se percata que el semáforo se puso en verde; con el vecino que practica otra religión; con el compañero que es indígena; con quien marcó número equivocado, etc. ¡Ah, si esta sociedad fuera un poco más tolerante! Valgan las presentes reflexiones empezando el año y que todos los guatemaltecos podamos convivir en un ambiente menos tóxico y de esa primera etapa subamos en la sublime escalera del amor. Ojalá que nuestros buenos deseos e intenciones no sean, como pone el profeta Oseas en palabras del Señor: «El amor que ustedes me tienen es como la niebla de la mañana, como el rocío de la madrugada, que temprano desaparece.» (Oseas 6.4). Traducido al buen chapín: que no sean llamaradas de tusa. Ojalá veamos este año más gente buena que santos. Feliz año a todos.