Santos mágicos de Guatemala


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Guatemala como uno de los países más sacros de América Latina y a través de su historia venera a deidades de tiempos prehispánicos, santos cristianos sincretizados por la sabiduría y magia indígena y ha creado sus propios santos para entrar en un mundo de lo sagrado que alivie penas, celebre alegrías y de consejos a cada uno de los habitantes de este envoltorio mágico.

CELSO LARA FIGUEROA

Dentro de estos últimos sobresalen Maximón y San Simón de los cuales nos ocuparemos hoy. Debemos advertir que muchas veces se confunden ambos santos, de lo cual tratamos en este breve artículo. Queremos empezar diciendo que Maximón es la deidad prehispánica que habita en Santiago Atitlán y que hoy sincretizado sale junto en procesión con Jesucristo el Jueves Santo a recorrer las calles de Santiago en un sincretismo único en América. En este país del agua que es Atitlán con sus volcanes como guardianes y su maravilloso lago encantado es desde la época clásica maya la deidad de la fertilidad.  Por ello, a él se le encomienda seres humanos, animales y otros elementos de la naturaleza como árboles y estrellas.

   En cuanto a San Simón es una deidad diferente surgida en el siglo XIX y principio del XX dedicada a hacer el bien y el mal según lo que le pidan sus peregrinos. Los rituales de San Simón continúan en manos de una cofradía indígena que sabe de males y amores de todos los mestizos que lo llegan a ver y llorar a sus pies en San Andrés Itzapa, Chimaltenango.

   Por tanto no deben confundirse la labor de estos santos. Cada uno en su altar cumple con las expectativas que el pueblo espera de ellos. Por eso es que son mágicos y cumplen con sus promesas.

SOBRE LOS ORÍGENES DEL SANTO DEL LAGO: MAXIMÓN

Cuentan en Santiago Atitlán que, en tiempos muy antiguos cuando los hombres eran pequeños, sucios y pobres, los atitecos eran capaces de profetizar y de saber algo de las lluvias y cosas por el estilo antes que ocurrieran. Estos hombres antiguos eran seis. 

Esto fue en la época “al principio”, cuando había una guerra de Atitlán contra La Antigua Guatemala. Fue «al principio».  Los seis antepasados fueron acusados falsamente de haber matado a un afrodescendiente enorme, quien en realidad había sido destruido por un pájaro de dos cabezas, llamado Klavikoj.
Mientras ellos se encontraban en la prisión sus esposas hicieron las camisas de San Martín y se las llevaron a los seis antepasados, para buscar su protección. Con estas camisas puestas, los antepasados provocaron una gran lluvia que frustró a la gente de La Antigua y destruyó esa ciudad.  Mientras la lluvia caía torrencialmente, todos los tigres, que en realidad eran sus espíritus familiares, se congregaron en la cima de un volcán para presenciar la victoria.
Con esto quedó evidenciado que se trataba de seres sobrenaturales y que todo cuanto hicieran estaba guiado por sus poderes extraordinarios.
Estos antecesores regresaron luego para establecer la vida organizada en Santiago Atitlán y ofrecieron sacrificios a Klavikoj.
Con el paso del tiempo, vivieron como los demás atitecos.  Acostumbraban hacer viajes regulares a La Antigua Guatemala, que aunque había sido vencida, era un buen lugar de comercio.
Se habían convertido en pescadores y después de sacar pescado del lago hacían viajes de tres días a La Antigua. Hacían el viaje muy rápidamente hasta que llegaban a los volcanes, caminando aprisa todo el camino.
Ocurrió una vez que, cuando regresó de un viaje, uno de los viajeros fue advertido por sus vecinos que tuviera cuidado porque su mujer mantenía relaciones amorosas con un hombre. Con este aviso, en el siguiente viaje regresó antes de tiempo, cuando su mujer no lo esperaba. La mujer tuvo miedo porque estaba acompañada del otro hombre.  Por eso, le dijo al intruso que se escondiera debajo de la cama, de modo que pudiera escapar mientras el marido durmiera.
El marido entró, pero como tenía el poder de la profecía, supo que el hombre estaba debajo de la cama. Había traído pan, chocolate y licor y le dijo al hombre que saliera debajo de la cama de modo que pudiera compartir la comida con él y con su mujer.
Pero el hombre tenía miedo y no se movió, así que el marido le dijo: «No importa; mi mujer es sólo una fruta. Usted le ha estado ayudando en este asunto y como Dios dijo que todos los pecados deben ser perdonados, yo perdono este pecado que cae sobre usted y sobre ella».
Después de muchos ruegos el hombre salió, comió, luego agradeció al marido y se retiró.  El marido dijo: «Si usted regresa mañana, no importa». Después, los seis hombres volvieron a realizar su acostumbrado viaje a La Antigua.
Pero al regresar, alguien les dijo que había hombres con todas sus mujeres y ellos respondieron: «Sí, ya lo sabemos y esta vez sí vamos a hacer algo».
Así que dijeron: «Ya es hora de que coloquemos un cuidador en la tierra para vigilar a nuestras mujeres. ¿Por qué no hacemos una imagen?», y entonces agregaron: «Debe ser alguien que hable, porque los santos de antes hablaban y hacían milagros, pero aun así, ¿de qué madera lo haremos?, ¿de pino?, no; ¿de cedro?, no, porque el cedro es santo y por eso es que todos los santos están hechos de cedro».
Pues bien, al final fueron a un lugar en el monte llamado Kalshaum, que no está lejos del pueblo, y allí escogieron un árbol, y con cada golpe de machete que le daban recitaban una oración, hasta que habían hecho una figura con cuerpo, manos y pies, y la habían vestido, y le habían colocado una máscara.
Entonces ellos dijeron: «Usted se quedará aquí en la tierra y cuidará de nuestras mujeres».
Y la figura tenía una cabeza, sobre la cual se dibujó una espiral o un círculo y, encima de esto, dos líneas pequeñas en el lugar de los ojos; y la cabeza se movía de arriba abajo diciendo: “Sí”. La figura bajó del monte con los seis hombres y, en efecto, caminaba con ellos.
Pero la figura principió a crear dificultades porque le dio por caminar por todas partes y algunas gentes comenzaron a hablar contra ella. A veces aparecía como un hombre ya veces como una mujer, pero quienquiera a quien mirara corría peligro, y si dormía con un hombre, ese hombre fallecía a los tres días.
La figura frecuentemente acostumbraba salir a la calle como una linda mujer de pelo rubio y los muchachos se acercaban para coquetear con ella.
Al poco tiempo, la gente lo reconoció porque sólo tenía cuatro dedos y todos se dieron cuenta del peligro y permanecieron alejados.
Algunos dijeron que debía rompérsele y hacerlo inútil y sugirieron que el palo de la cabeza debía ser volteado hacia atrás con la máscara hacia adelante, al igual que Klavikoj, el pájaro de dos cabezas, y que esto le dejaría sin la facultad de hablar.  Sin embargo, su poder se había extendido tanto que nadie pudo destruirlo.  Desde entonces se encarga de castigar a todas las personas que faltan a la fidelidad a sus parejas.
Para evitar algún reproche de Maximón, los escultores decidieron que la figura debía ser una representación de Judas y por eso es que celebran su fiesta el Miércoles Santo. Y así es como llegó a participar en las ceremonias de la Semana Santa.
Algunas personas afirman que Maximón tiene una mujer, cuyo nombre es Magdalena o María Castellana, cuya fiesta se celebraba el día de San Miguel. Otros afirman que se transforma en un hombre y, de noche, persigue a las esposas que se atreven a salir de sus casas en la oscuridad. Incluso hay quienes afirman que se convierte en mujer para engañar a los hombres enamoradizos o toma la figura de la novia de alguien para engañarlo. Todas las personas que acceden a sus requiebros sufren una enfermedad o la muerte.
Hay quienes creen que si se le pide el amor de una persona, él se lo concede.
Existe la costumbre de regalar camisas a Maximón, pero si el obsequio lo hace una persona que mantenga una relación de infidelidad con su esposa, la camisa se despedaza. Además, cualquiera que ofenda al Señor será atacado por serpientes, enfermedades o locura al poco tiempo de haber cometido la ofensa.
En definitiva, se afirma que cuando el mundo, “al principio”, nació este Señor ya estaba aquí y así es siempre y que quienes le dieron la figura solamente siguieron sus instrucciones, según el poder que se les había encomendado.

LOS ORÍGENES DE SAN SIMÓN EN SAN ANDRÉS ITZAPA
En el pueblo de Zunil vivía un joven de nombre Felipe. No era originario de la población.  Sus padres, Andrés y María, eran nativos de Itzapa, pero habían tenido que trasladarse porque don Andrés era comerciante y había encontrado un buen mercado para sus productos en Quetzaltenango, ciudad a la que llegaba mejor comerciando desde Zunil.

Felipe deseaba casarse, pero para ello debía establecer su propio negocio.  Había observado qué cantidad de tela para cortes se vendía en los pueblos de la costa y a qué precio podía comprarlos en Totonicapán. Para organizar su venta, sabía que necesitaba una buena cantidad de dinero, así podría comprar suficiente tela, pagar el transporte desde Totonicapán hasta Mazatenango y costear su estancia en los diferentes lugares donde tenía que pernoctar para llevar las telas. 

Su padre, aunque deseaba verlo felizmente casado con Juliana, una muchacha también originaria de Itzapa, no podía ayudarlo porque tenía demasiados compromisos. Se dedicaba a llevar artesanías al mercado de Quetzaltenango y tenía, además de Felipe, dos hijos y dos hijas pequeños, a quienes debía mantener. En esas circunstancias, Felipe decidió trabajar para obtener lo que tanto deseaba.

Empezó recolectando leña en un bosque cercano a la población de Zunil. Todas las mañanas, iba muy temprano a recolectar troncos caídos y ramas secas.  En esta tarea ocupaba gran parte del día. De manera que regresaba a la casa de sus padres hacia el anochecer.
Felipe nunca había optado por cortar un árbol, ya que sabía que los árboles sufrirían si los atacaba con un hacha.  Por ello, esperaba que cada árbol decidiera eliminar aquellas ramas que ya no le servían.  “El árbol sabe por qué las desecha”, pensaba para sí.
Un día, un señor, que llevaba un traje regional le habló.  “He visto que recoletas leña para vender en el pueblo.  ¿Por qué no cortas ese árbol que está ahí?  Parece enfermo y seguramente conseguirás buen dinero por sus ramas”, le dijo el señor.  Felipe saludó cortésmente al desconocido y le respondió: “No puedo hacerlo, mientras esté vivo debo respetarlo”. “Pero casi todos los árboles de esta parte del bosque están sanos… así tardarás mucho tiempo en conseguir leña”, le argumentó el señor. “No importa, peor sería hacerle daño a una criatura que todavía puede recibir mucho de la vida”, le dijo Felipe.  Apenas había dejado de hablar Felipe, notó que el desconocido se había ido.  Así que no le prestó mayor atención.
Otro día, cuando iba de regreso a su casa con su carga de leña, Felipe vio a un soldado que descansaba junto al camino. “Debe estar enfermo”, pensó, “porque ningún soldado se detiene solo en el camino, me han contado que los reprenden duramente si lo hacen”, se dijo.
El soldado estaba con la cabeza agachada, viendo hacia el suelo.  Cuando Felipe se acercó, el soldado le habló: “Deme un poco de agua, por favor”.  Felipe, sin contestar y reflexionando que, si él estuviera enfermo, le gustaría que le ayudaran, le ofreció un poco de agua de su tecomate.  El soldado se lo agradeció y le preguntó: “¿Cuánto le debo?”  “No es nada”, contestó Felipe, “espero que siga bien…”  Pero, mientras tapaba su tecomate, el soldado había desaparecido. “¡Qué rápido se fue! Con razón dicen que los soldados son veloces”, exclamó y no volvió a pensar en el asunto.
En otra ocasión, cuando regresaba del mercado con las ganancias de su trabajo, mientras pensaba en cuánto faltaba para pedir la mano de Juliana, se encontró con un señor que viajaba en sentido contrario a él.  El pobre hombre parecía muy triste. Felipe, sin saber por qué, le preguntó: “¿Qué le pasa señor?  Se ve muy afligido”.  “¡Es que falleció una mi niña y no tengo cómo costear el funeral!”  Respondió el hombre.  “¡Qué pena!” le dijo Felipe, “tal vez esto le sirva”.  En seguida tomó parte de su dinero y se lo entregó al desconocido”.  “No sé si podré pagártelo algún día”, le informó el hombre.  “Estoy seguro de que si tengo necesidad alguna persona me ayudará”, le respondió Felipe.  Y, mientras se componía el bolsillo del pantalón, el hombre desapareció.  “Sí que tenía prisa el pobre”, pensó Felipe.

Esa misma noche, cuando regresaba a su casa, se topó con otro sujeto.  Se veía muy débil y demacrado, apenas tenía fuerzas para acercarse a Felipe y le dijo: “Por favor ayúdeme, estoy de goma y necesito curarme”.  “¿Cómo puede curarse?”, le preguntó Felipe.  “Regáleme un trago de aguardiente”, le dijo el sujeto.  “Está bien, pero sería mejor que tomara agua y jugos de fruta”, le reprendió Felipe, al mismo tiempo que se dirigía a la tienda para comprarle al hombre lo que pedía. Además del trago de aguardiente, Felipe decidió entregarle al hombre unas tortillas y unas frutas, para que se repusiera verdaderamente. “¿No quiere llevarse unos puros también?”, le preguntó la tendera.  “Deme uno, se lo voy a regalar a ese pobre hombre”, le respondió Felipe.  Al entregarle estos objetos, el hombre se repuso y, sin que Felipe pudiera ver hacia dónde, desapareció.  Felipe, sorprendido, se retiró a su casa.

El tiempo pasaba y, a pesar de los esfuerzos de Felipe por conseguir el dinero para establecerse y poder pedir la mano de Juliana, no lograba su objetivo.  Un día, en la plaza, al atardecer, después de una jornada agotadora, un sobrino de Juliana se acercó y le contó que sus padres habían decidido casarla con un próspero agricultor de la región.  El joven estaba angustiado, ¿qué hacer si le separaban para siempre de Juliana?

Con esa preocupación se dirigió a la casa de sus padres y consultó con don Andrés.  Su padre le sugirió que visitara a don Antolín, un sabio rezador de la región de Itzapa, quien estaba casualmente por Zunil en esos días.  Don Andrés confiaba mucho en don Antolín. 

Cuando Felipe llegó a la posada donde estaba don Antolín, éste le dijo: “Al fin llegas”.  “¿Pero, usted me conoce?” le preguntó Felipe.  “Un señor muy poderoso me avisó que llegarías.  Por eso estoy aquí y traje este trozo de madera de tzité para hacer nuestra labor”, le dijo don Antolín.  “¿Qué labor?  ¿Y para qué quiere madera?”, preguntó sorprendido el joven.

“Te voy a contar”, le respondió don Antolín.  “Hace mucho tiempo, en la época de nuestros abuelos, un señor poderoso escuchaba las necesidades de nuestros abuelos y las solucionaba.  Pero la gente se fue volviendo muy egoísta y mezquina.  Entonces el señor se alejó de nosotros. Sin embargo, hace poco tiempo, te encontró y descubrió que aún existen personas generosas y nobles en Itzapa, aunque te haya encontrado en Zunil. Por eso, mientras consultaba con los frijoles sagrados, los del árbol de tzité, este señor me visitó y me habló, indicándome que debía hacer su rostro en madera del árbol sagrado y que tú me indicarías cómo es su cara.  Para representar su cuerpo, tú me dirás la ropa que le has visto”.  Entonces, Felipe comprendió que el hombre del que hablaba don Antolín era el que había visto en varias ocasiones, porque reflexionó que el rostro era el mismo: el campesino, el soldado, el transeúnte y el beodo.  Así, ambos se pusieron a trabajar en la efigie.

“Si nos ayuda a todos”, pensó Felipe, “me ayudará con Juliana”.  Así que ni siquiera consultó sobre el motivo que llevaba para la visitar a don Antolín. Los dos se prepararon adecuadamente, con ayunos y oraciones, según las indicaciones de don Antolín.  Luego, empezaron a tallar el rostro. Cuando la efigie quedó terminada, ambos hombres quemaron copal ante ella y don Antolín se la llevó a Itzapa. A los pocos días, don Andrés pudo cobrar algún dinero que daba por perdido y se lo entregó a Felipe para que iniciara su negocio.  Al mismo tiempo, el sobrino de Juliana visitó a Felipe para contarle que la joven había quedado libre de casarse con el pretendiente porque éste había viajado a una región alejada.  A los pocos meses cumplió su deseo y dejó testimonio claro de que quien pide a San Simón obtiene lo que desea y que, como muestra de generosidad, entrega ofrendas a la imagen y ayuda a quien lo necesita.

Así que dijeron: «Ya es hora de que coloquemos un cuidador en la tierra para vigilar a nuestras mujeres. ¿Por qué no hacemos una imagen?».

“¡Qué rápido se fue!  Con razón dicen que los soldados son veloces”, exclamó.