SANTIAGO VALLADARES Y LA PERSPECTIVA DE ALICIA


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Desde el miércoles 20 está abierta al público la exposición titulada “De pronto lucidez”, del artista salvadoreño Santiago Valladares. Son obras de gran formato de impecable realización técnica que indagan en el mundo interno del artista y lo expresan con imágenes densas, lúcidas y fantásticas creadas a partir de la tradición pictórica y literaria de Europa y América.

Por Juan B. Juárez

El País de las Maravillas que visitó Alicia fue imaginado por un matemático de inglés que era, además, teólogo, de manera que los absurdos que exasperan a la niña durante su travesía y que parecen sacarla de quicio tienen su origen en la contradicción lógica y en el juego que permiten los diversos significados de las palabras y que desembocan en el sinsentido (non sense). De allí que el extraño relato avance entre hechos y situaciones que son superadas precisamente por el sentido práctico y la lucidez instintiva de esa niña prodigiosa.
      De alguna manera se puede afirmar que, aunque se trate de mundos de diferente naturaleza imaginativa, la obra Santiago Valladares pone al espectador en el papel de Alicia. De otro modo, para el que mira desde afuera, la pintura de este artista salvadoreño producirá únicamente la impresión de que el relato que parece inspirarla se detiene en la superficie de los cuadros, paralizada en imposibles descripciones de paisajes, personajes y escenarios. Sin embargo, cuando el espectador asume su papel y se adentra en las imágenes aparentemente estancadas, éstas empiezan a agitarse a su alrededor, y el relato, ahora protagonizado por cada quien, toma un curso inesperado e impredecible, pero extrañamente familiar.
     El mundo que se abre en cada cuadro del artista salvadoreño no es, en efecto, un mundo lógico o ilógico, y los sentimientos que despierta no son, consecuentemente, de extrañeza o perplejidad frente a las contradicciones de forma o de sentido que se puedan encontrar en él. Es más, una vez aceptada la naturaleza imaginativa propia del mundo de Santiago Valladares, ni siquiera hay contradicciones que ofusquen al espectador sino que todo en él transcurre con pasmosa naturalidad: las frutas son instrumentos musicales, que a su vez son barcos de vela que navegan en la atmósfera densa donde dos personajes humanos con bigotitos de gato y traje de arlequín surgen de su capullo, y una nube blanca y mofletuda sopla sobre un cascarón, al mismo tiempo que la luna orbita bajo la mesa y las gradas caminan por su propio impulso hacia un cielo en cuya parte más alta se abren puertas y se asoman fragmentos de cuerpos desnudos.

     El de la pintura de Valladares es también un mundo sin tiempo.  Sin duda tiene reminiscencias del color de la pintura flamenca e inglesa, de los libros iluminados y las ilustraciones de cuentos de hadas y las narraciones orientales, de la imaginación de El Bosco, de las levedades de Magritte y la intensidad mágica de Benjamín Cañas, reminiscencias que se funden en una atmósfera que es propia no sólo de otro mundo sino también de otro tiempo, que son los que actualizan la imaginación y el deseo.  De allí la fascinación del espectador, de su necesidad de permanecer en el cuadro recorriendo eternamente  la inagotable plenitud de esas imágenes densas y absorbentes.