Sangre de perro en la sangre


El 16 de abril de 2001, la Policí­a capturó a Walter Antonio Gualil Palma, quien actualmente es procesado por varios casos de violación y violencia contra la mujer. La fiscalí­a a cargo de la investigación detalló que este, aprovechando su alto puesto dentro de una empresa de seguridad privada, viajaba en su vehí­culo por diferentes calles de la zona 11, seleccionaba a sus ví­ctimas a quienes amenazaba con una pistola y obligaba a subir al auto que conducí­a hasta cualquier autohotel. Una vez ahí­, las obligaba a ver pornografí­a y, arma en mano, las coaccionaba a imitar lo que en la televisión veí­a.

Gerson Ortiz
usacconsultapopular@gmail.com

Ese mismo dí­a se reportó la captura de Gustavo Adolfo Pirir Garcí­a, sindicado de liderar un subgrupo de la Mara 18 y coordinar el atentado con un artefacto explosivo que terminó con la vida de nueve pasajeros de un bus extraurbano de las Rutas Quetzal y, además, destrozó la existencia de un humilde taxista arrebatándole brutalmente a sus hijos y esposa.

Ambos hechos coinciden en una imagen de obscena violencia, pero tienen otra caracterí­stica común: las personas señaladas de hechos tan aborrecibles poseen alguno de los rangos obtenidos por su carrera militar. El primero habí­a prestado servicio militar y el segundo era sargento del Ejército.

Esto me hizo recordar que a los 19 años conocí­ a Pedro, un quichelense que laboraba como guardia privado y con quien, por razones laborales, platicaba con mucha frecuencia. Pedro solí­a contarme algunas anécdotas de su servicio militar en la década de los ochentas. Aquel narrador incansable fue reclutado por la fuerza durante el perí­odo de las más brutales dictaduras militares de nuestro paí­s.

Una de las anécdotas que sigue tan viva en mi mente, quizá por su crudeza, es la de la «gasolina». Pedro contó que mientras estaba en entrenamiento cometió «una falta» y su superior inmediato lo obligó a tomarse varios litros de gasolina. Pedro vomitaba, pero debí­a, por órdenes mayores, reponerse y seguir bebiendo. Aquel hombre de tez morena solí­a concluir que del Ejército (uso aquí­ sus propias palabras) «son contados los que no salen locos».

Luego, repasé el Informe para la Recuperación de la Memoria Histórica que en el apartado de «La Educación en la Violencia», detalla que los soldados eran obligados a matar perros para después beberse la sangre.

A penas con estos elementos, la razón no puede sino trazar un ví­nculo intrí­nseco entre la «cultura», por así­ decirlo, del militarismo y las organizaciones criminales como el narcotráfico, el cual, por todos es sabido, recluta a ex militares para sus operaciones, pero, valga apuntar aquí­ que, esto no tiene que ver exclusivamente con el conocimiento y experiencia que estos puedan tener respecto al uso de armas, sino con el ensañamiento que son capaces de asumir para responder a los intereses de los lí­deres de las mafias, o los propios. Ellos tienen sangre de perro en su sangre.

La violencia de hoy es el resultado histórico de la impunidad que se procuraron los militares en los crí­menes cometidos por el Ejército en el pasado.

Pretender que las polí­ticas vinculadas con el militarismo vengan a resolver un problema de Estado, como la violencia actual, es como pensar que ante una plaga de ratas, sean soltadas cientos de ví­boras para que acaben con ellas. Con esto, el problema sólo será heredado a las próximas generaciones, con otra forma. Una peor. Una más sanguinaria.

A quienes aún defienden esa postura planteo: ¿Qué creen que ocurrirá mañana con las ví­boras que soltarán hoy? ¿Qué creen que harán los que continúen teniendo sangre de perro en su sangre? ¿Qué?