De nuevo volvemos al escenario público del bajo consenso en torno a los salarios mínimos. Y es que año con año, la Comisión del Salario, convocada por el Ministerio de Trabajo triunfa en los disensos, pero fracasa en las soluciones definitivas para los salarios en la ciudad y en el campo.
Mientras ello sucede, la pérdida del poder adquisitivo del quetzal avanza inexorablemente. Según el último reporte del INE, la inflación de los alimentos ha llegado ya a los dos dígitos, a pesar de que el Banco de Guatemala, que promedia dicha inflación con otras ponderaciones, asegura que la misma se “encuentra dentro de los límites estimados”, de alrededor del 5 por ciento.
Lo preocupante es que la productividad del país avanza a paso de tortuga y las exportaciones globales apenas crecerán en valor, lo cual contradice los ofrecimientos hechos por el modelo de ajuste estructural encaminado desde los noventa, que aseguraba que a estas alturas, los países centroamericanos estaríamos con una alta proporción de bienes transables internacionalmente.
Varios columnistas de prensa escriben estos días en contra de las disposiciones sobre salarios mínimos, ejemplificando las mismas con los procesos liberalizadores y de búsqueda de productividad que se viven en Alemania y los Estados Unidos: nada más alejado de la verdad, pues en dichos países hay mucho de regulaciones que no se revelan ni por asomo por estos lares, cuando se debate sobre estos complejos temas.
En una columna publicada en el Sunday Review del New York Times del pasado 1 de diciembre, bajo el título “The Minimum We Can Do”, Arindrajit Dube, Profesor Asociado de Economía de la Universidad de Massachusetts en Amherst, asegura que a pesar de la desregulación de los mercados, lo referente a los salarios mínimos queda como una opción necesaria para asegurar un estándar de nivel de vida de la población.
Dube asegura que en el coloso del norte la población que se sostiene en base al salario mínimo ya no es únicamente la joven, sino adultos y población cada vez más educada, siendo que el 43 por ciento ha pasado algún tiempo en la universidad.
Es así como cada vez más crece el soporte por la regulación de los salarios, a través del espectro político, según Dube, aún cuando ello no es del agrado del poderoso lobby político washingtoniano, especialmente la gremial de restaurantes.
De acuerdo con Dube, los beneficios sociales del salario mínimo para reducir la desigualdad deben ser confrontados con los diversos costos de la medida.
Luego de medir muchas variables y citar muchos estudios Dube concluye que la regulación salarial es necesaria para reducir la desigualdad, y que la gran mayoría de ciudades de los Estados Unidos trabajan con políticas vinculadas al “living wage”, que define los mínimos con los que una familia urbana de cuatro miembros puede vivir con dignidad.
Incluso un número mágico derivado de sesudas investigaciones del Department of Labor de los Estados Unidos nos muestra que: “un 10 por ciento de incremento en el salario mínimo reduce la pobreza en un 2 por ciento”. La adecuación con el costo de vida es por lo tanto un tema por discutir, sin llegar por supuesto a los abusos de los pactos colectivos gubernamentales, tema éste que debe ser comentado y estudiado en otro momento.