Sacrificio y humildad; un corazón sin límites


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Recuerdo claramente la persistencia de ella para que las cosas se hicieran bien. A veces se molestaba pidiendo que se tuviera orden, se dejaran las cosas en su lugar y se ayudara en el trabajo de la casa. Aunque no trabajaba diariamente fuera de casa, su responsabilidad con el hogar, la obligaba a levantarse temprano por la mañana para ayudar a los hijos a prepararse para ir a estudiar.

POR JUAN JOSÉ NARCISO CHÚA*

Recuerdo que despertaba junto a mi padre y encendían la radio para escuchar la radio, el Padre Navarro y luego el infaltable Guatemala Flash, pero para esas horas, mis hermanos y yo ya habíamos salido de casa para estudiar en los institutos nacionales de aquella época, mi hermana en Belén y mi hermano y yo en el Central para Varones.

Ella se dedicaba entonces a terminar de recoger la ropa de todos, se disponía a lavarla en la pila, ponerla en jabón, desaguarla y ponerla a secar en el lazo que se colocaba en el pequeño patio enfrente de la casa. Hasta ahí disponía de su primera etapa para relajarse un poco y tomar su desayuno. La radio constituía su acompañante permanente. Luego de terminar de escuchar Guatemala Flash, se disponía a escuchar a Higueros Carrillo con la Mosca, el Almanaque y casi al mediodía llegaba el turno de El Club de la Olla y la Sartén, para esperar la segunda emisión de Guatemala Flash al mediodía. Durante todo este espacio ella se dedicaba a barrer y trapear la casa, siempre decía que era necesario y obligado hacerlo, pues la casa se miraba más ordenada.

Esta casa había sido adquirida por mi padre, en un programa del antiguo y desaparecido INVI, denominado Esfuerzo Propio y Ayuda Mutua, por lo que había tenido que trabajar durante los fines de semana en tareas propias de la construcción y así conseguir que le otorgaran una casa allá en San Rafael en la zona 18. Yo recuerdo bien ese acto en un terreno preparado para tal efecto, a donde llegó el entonces presidente Julio Cesar Méndez Montenegro, a quien tuve la oportunidad de ver de cerca y fue al primer mandatario que pude ver directamente.

La casita era pequeña pero bonita. Una sala reducida pero en donde cupieron cabalmente los muebles de sala que mi padre le había a comprado a Chepe el esposo de mi tía Marta, con su respectiva mesita. El comedor contiguo a la sala, solo que al fondo, también dio cabida al amueblado de comedor de toda la vida y que nos había acompañado ya en varias casas. Luego la cocinita, en donde cohabitaban una pila, un mueble de cocina, la estufa –esta ya tenía por lo menos seis años de uso previos– y la refrigeradora, también había sido comprada a Chepe. El cuarto de mis papas, quedaba entre la cocina y el único baño de la casa y el cuarto de los hijos se encontraba a la par de la sala y el comedor, un closet dividía dos ambientes, el pequeño lo utilizaba mi hermana y el otro, un poco mayor, lo compartíamos con mi hermano.

Ella, por su parte, al filo del mediodía, ya había hecho el almuerzo y esperaba que llegaran los patojos de estudiar y los tres casi coincidíamos en horarios de llegada y ahí estaba la comida caliente esperándonos para recuperar fuerzas para jugar, ver televisión y estudiar. Su orgullo se agigantaba ante la bendición que significaba contar con comida para alimentar a los hijos, así como por el hecho de saber que todos la disfrutábamos y generosamente se lo agradecíamos.

Su permanente actividad para mantener el control de la casa fue impresionante, jamás faltaron alimentos, nunca hubo espacios de suciedad, la ropa siempre estaba lavada y planchada, siempre habían champurradas para desayunar los domingos después de misa. Nunca hubo una queja manifiesta por las limitaciones financieras y por los constantes aunque exiguos gastos que implicaba la educación nuestra y los pocos espacios de diversión que ameritaban algún dinero adicional. Hoy me pongo a pensar cómo pudo mi mamá atender todo esto y aun así era espléndida cuando traíamos amigos a estudiar o mi papá llevaba amigos a tomarse unos tragos y cenar. Tampoco se arrugaba cuando quería convidar a cualquiera de sus hermanas y ellas llegaban a almorzar los domingos a casa.

El tiempo pasó. La casa de San Rafael es hoy solo un agradable recuerdo. Vinieron los casamientos. Mi hermana primero, luego mi hermano y finalmente yo. Aun recuerdo esa mudanza de la casita de San Rafael a San Cristóbal y el acomodamiento de mis padres en otra casita, únicamente que ahora estaban solo ellos dos. Sin embargo, eso no fue obstáculo para recrear otros ambientes agradables durante los fines de semana, solo que ahora ya no éramos los tres hermanos, sino se sumaban los nietos, nuestros hijos, y esposo y esposas, con lo cual la casita se llenaba con 17 personas. El almuerzo, como siempre, preparado con gran delicadeza y meticulosidad por mi madre, ahora para lucirse más allá de los hijos, con los nietos, nueras y yerno. Éste siempre estaba acompañado por la infaltable marimba que mi padre adoraba y que incluía las piezas del abuelo: Río Polochic, Clavel Tinto y Josesito entre las principales, estos encuentros familiares son inolvidables, pues marcaron el crecimiento de las familias y el de los hijos.

Previo a la muerte de mi padre, en estos memorables almuerzos, yo empecé a notar en ella dos cosas que me llamaron la atención y me preocuparon enormemente. Uno, la insaciable necesidad de mi madre de querer estar en todas las conversaciones. Aun estando ocupada en terminar de preparar el almuerzo, buscaba enterarse o involucrarse en cada conversación que se abría, fuera de futbol, fuera de clases, fuera de trabajos, fuera de familia, ella buscaba intervenir, pues era una magnífica platicadora. La segunda cosa que me llamo la atención fue la repetición de algo que comentaba o contaba, aunque primero pensé que era una casualidad, luego fui dimensionando que no, algo andaba mal y me preocupé.

Los años pasaron rápidamente, los hijos crecieron y las reuniones familiares menguaron, por ausencia de la familia de mi hermana principalmente, y pasaron a convertirse en refacciones, por las limitaciones de tiempo de todos; pero igual resultaban convergencias sumamente afectivas, agradables y festivas. El aniversario de bodas de plata de mis padres en 2006 constituyó todo un evento. Decidimos celebrarlo en grande y como sorpresa para ambos. Todos contribuimos, pusimos plata para la música, para la comida, sillas mesas, trago e hicimos el listado de invitados, para lo cual pensamos en qué amigos o familiares de mis padres estarían contentos de estar ahí y conseguimos seleccionar aquellos más cercanos y más queridos. Luego el listado de los amigos familiares y de los amigos de cada uno, pero que habían tenido alguna relación con la vida nuestra y de nuestros padres.

La sorpresa resultó un éxito. Todos los invitados tomaron el papel de cómplices en una forma agradable, para lo cual les pedimos que llegaran anticipadamente para estar ahí en el momento de la llegada de mis padres, a quienes “engañamos” con una simulada sesión de fotografía con todos los hijos y los nietos, para lo cual les pedimos que se vistieran formalmente, tal como aceptaron. La casa del evento sería la de mi hermana por contar con un patio enorme y ahí se dispusieron las mesas, los manteles, los toldos, los adornos y las vajillas. Recuerdo que todo era un color dorado y champagne, combinación que me agradó y creo que a todos nos gustó. Mis hermanos y yo, así como todos los sobrinos colaboraron con diferentes cosas, pero la complicidad fue fabulosa, todo coincidió perfectamente. Únicamente mi papá se portó un tanto renuente a bajarse del vehículo que los llevaba a la “sesión de fotos”, pues aducía que no había necesidad de la parada en la casa de mi hermana y que constituía una auténtica pérdida de tiempo.

Cuando conseguimos que entraran juntos y rebasaran el umbral del portón de la casa de mi hermana, los invitados rompieron en el grito de sorpresa y luego de la inquietud y duda inicial, mis padres se sintieron gratamente convidados y sorprendidos. Ahí estaba toda la familia, los viejos y nuevos amigos, los compañeros de vida de mis hermanos y yo, los nuevos amigos de todos. Los únicos familiares de mi papá, la familia de mi mamá y los antiguos amigos de mi padre, contribuyeron a un ambiente festivo, agradable, musical por demás y de buena comida y buenos tragos. La parranda se alargó hasta entrada la noche y pudimos disfrutar de una convivencia agradable con todas esas personas que representan los mejores y más cercanos compañeros de viaje de toda la vida.

Durante el aniversario veintinueve, me correspondió llevarlos a almorzar y lo disfrutamos exageradamente. No sabíamos que era la despedida de mi papá para siempre. Falleció el 8 de marzo siguiente y la situación de mi madre se deterioró aún más.

Hoy ver a mi madre con una afección mucho más seria, en donde se encuentran seriamente limitadas sus condiciones mentales, resulta extremadamente difícil sobrellevarlo. La demencia senil ha hecho serios daños en su lucidez mental. Es muy difícil que pueda recordar el pasado reciente, aunque hayan pasado minutos. Pero aun dentro de estas sombras tan profundas, me impresiona su capacidad de recordar el pasado lejano, su memoria de largo plazo es, contradictoriamente, exquisita. Recuerda su casa familiar, cuando estaba junto con sus padres en la vieja casa del Barrio Moderno en la zona 2 y rememora como taparon el desagüe que corría cerca de la primera calle, añora la seguridad de Ubico y cuenta con detalles como vivió ella y su familia la Revolución de Octubre.

Es impresionante el nivel de detalle que cuenta de su anterior casa en la Aldea de Llano Largo. Me cautiva cuando cuenta como sus tíos le pagaban para que ella bailara con piezas que emanaban de una guitarra. Me encanta cuando me cuenta cuando iba con el turco que tenía una tienda y compraba ganchitos para el pelo. Me deja anonadado con la descripción de su casa, el pozo de agua, la ida a lavar la ropa al río. Me explica con detalles la descripción del pozo que estaba detrás de unos platanares. También me divierte cuando me da el nombre de la directora de su escuela en este lugar, de cuando la Tía Tina la protegía cuando su mama le iba a pegar. De las diferencias entre su mama y el Tío Basilio. Me impresiona cuando recuerda el nombre de la vaca negra que tenían ahí que se llamaba Nochebuena y que una vez se les estaba ahorcando. Una vez en la Antigua, la lleve a un Café Barista y estando solos los dos, platicamos de todo esto, en eso empezó a buscar ente su bolsa y sacó una moneda de quetzal, me la dio y me dijo: Mijo para la propina. Cuando salimos y pagué la cuenta, me llamó a la hilaridad, pues al dejar lo correspondiente a la propina, agregué un billete de cinco quetzales, se admiró y me dijo: “…mucho mijo”.

* Tercer lugar en Cuento Corto del certamen Literario: “Construyamos juntos una cultura de paz y amor”, promovido por el Programa Permanente de Cultura de Paz de la PDH. Jurado Calificador: Carolina Vásquez Araya, Max Araujo, Mónica Hernández y Brenda Monzón.