Desde hace más de dos años, muchos han querido esgrimirse la calidad de amplios conocedores del tema, poseedores de la verdad absoluta, y de esa manera justificar el uso del nombre de la persona en honor a quien se titula este escrito. Por vez primera, he decidido contestar, en medio del dolor y la tristeza que aún me genera su pérdida, y al hacerlo, evoco los principios que desde la cuna me fueron enseñados y llevo siempre conmigo para oportunidades como esta.
En retrospectiva, les comparto que cuando el momento se presenta, no se tiene siquiera la más mínima idea de cómo una familia, luego de pasar por el idilio de perder a su Padre –admirado, respetado, amado sin reservas y a quien siempre vimos en escalones arriba– debe llevar su luto en circunstancias tan particulares y extremadamente públicas. No pretendemos que nadie lo entienda, aunque nosotros sí entendemos a diario la ignorancia y mezquindad que embarga algunos que han querido abordar el tema. Nunca anticipamos, sin embargo, que no se fuera a respetar e incluso se llegase a criticar la forma en que un grupo de personas, en medio del dolor, han ejecutado de forma digna acciones que son solo producto de lo que corazones, golpeados como lo están, indican cómo hacerlo.
El hecho que nosotros, los hijos aludidos, no hayamos querido convertir el gran dolor causado por nuestra pérdida y las debacles de sus secuelas, en un espectáculo público para morbosa diversión, no quiere decir que no sintamos todos los días la pesadez de nuestras almas, que quedaron casi inertes hace poco más de dos años. Para la mayoría, Rodrigo Rosenberg Marzano no fue más que un hombre que obtuvo fama póstuma. Para nosotros, él era TODO.
En la lápida postrada sobre el lugar donde yacen los restos de nuestro progenitor lo único que se lee es “Rodrigo Rosenberg Marzano – Papáâ€. No dice, “Prócer de la Nueva Revoluciónâ€, “Mártirâ€, “Héroe†o cualquier otra cosa que lo defina en base a sus últimos actos en la tierra. Sin embargo, esto no se sabe pues su tumba no es visitada por turistas, personajes importantes, políticos, periodistas o columnistas. Quienes adornamos el sitio con flores en señal de remembranza somos únicamente nosotros. Es por ello que somos también los únicos que tenemos derecho a tildarlo de una u otra cosa, y en ese sentido lo más importante que recordamos de nuestro Padre es su total entrega a sus hijos.
Nos vienen sin cuidado las conclusiones finales que arroje un sistema fallido de justicia sobre su muerte. La justicia, cuando es aplicada correctamente, es lo único que puede asegurar la convivencia armónica en una sociedad próspera, pero no define a personas que ya no existen en ella. Lo que definió a mi Padre fue su vida, irrelevante de las circunstancias bajo las cuales haya llegado a su fin, sean cuales fueren. En esa realización reside nuestra paz.
Tampoco damos importancia alguna a los comentarios de aquellos que usurparon temporalmente el buen nombre de mi Padre en vano para promover sus propios intereses políticos y luego lo criticaron cuando ya no les era útil. En cambio, tendremos siempre presente en nuestros corazones, con eterno agradecimiento, a todos aquellos que portaron su foto, vistieron de blanco y clamaron su nombre porque entendieron su mensaje de fondo y ahora tratan de purgar nuestra Nación de los poderes paralelos que la han enfermado crónicamente. A éstos últimos les dedicamos todo el tiempo que nos pidan para transmitirles, como lo hizo í‰l con nosotros, los verdaderos valores y principios que llevaba en la solapa misma con orgullo y escrúpulo.
Todos aquellos que pensaron que el fin último de mi Padre era derrocar un gobierno en particular, solo tomaron de su elocuente y valientísima oratoria lo que les convenía e ignoran aún su mensaje. Los que realmente entendemos que su suplicatorio trasciende más allá de un periodo presidencial, sabemos que sus palabras serán inmortales, invulnerables a la crítica y resonarán en la eternidad. Nosotros comprendemos que su llamado es a convertir nuestra República en un Estado de Derecho, donde gobernantes y gobernados acaten la ley y ningún crimen quede impune. Mi Padre soñó con que todos y cada uno de los guatemaltecos formáramos parte activa en ese cambio, que dos años después está igual o más lejos de lo que estaba en mayo del 2009.
Es por ello que ante los ojos de sus hijos, el nombre de mi Padre no necesita ser defendido, pues su legado moral lo hace inmune a cualquier señalamiento malintencionado o amarillista. Sus últimas palabras son nuestra fuente de inspiración inagotable para cambiar a Guatemala para mejor, no con pluma irresponsable, sino con acciones humildes, inteligentes y determinantes.
Yo llevo mi nombre con orgullo todos los días y me enaltezco cada vez que me dan el gusto de responder: “Sí, í‰l era mi Padreâ€.
Para parafrasear a un gran hombre a quien yo más admiro: Mi nombre es Eduardo Rosenberg Paiz, y si usted está leyendo este mensaje, es porque yo estoy orgulloso de ser hijo de Rodrigo Rosenberg Marzano.