Robin Hood y el arte del tiro con arco


Jorge Aulicino

La leyenda del héroe de Sherwood ha sido actualizada por la nueva pelí­cula de Ridley Scott y por la saga que comenzó a editar el novelista Angus Donald. ¿Existió realmente?, ¿cómo se rastrea su historia en la literatura, el cine y la música?, ¿cómo conviven en él lo sagrado y lo profano?


Los arqueros han sido la tro­pa de élite de Inglaterra en la Edad Media. En 1415, unos miles de ellos decidieron la batalla de Agincourt, combatiendo en terreno anegadizo contra un ejército de caballerí­a e infanterí­a pesadas de 25 mil franceses. La batalla parecí­a a tal punto perdida de antemano para los ingleses, que la arenga de Enrique V, que hiciera famosa la obra homónima de Shakespeare, apelaba más a la decisión de morir con honor que a la posibilidad de triunfar merced al coraje. Pero seis mil arqueros se cobraron casi dos franceses por barba, y perdieron apenas un centenar de hombres, entre ellos los impúberes criados de tropa que, en un gesto miserable, una avanzadilla francesa logró masacrar tras las lí­neas inglesas. La batalla convirtió en héroe a un monarca que parecí­a más bien un tilingo, y por el que los ingleses no hubiesen dado un centavo.

Aquel combate, de resultado poco menos que increí­ble, fue protagonizado por un antiguo instrumento de guerra, que de inmediato nos conducirá al tema de esta nota: una flexible rama de te­jo, casi tan larga como un hombre de mediana estatura, cuyas puntas estaban unidas por una cuerda de tripa. El longbow. Los protagonistas de la batalla de Agincourt no fueron los soldados, sino más bien su arma, a la que seguramente consideraban mágica, o por la que profesaban una pasión digamos sagrada. Fue, sin duda, y en gran parte, su antigua creencia en las propiedades del árbol y en el viejo espí­ritu de la madera la que ganó la contienda y convirtió en leyenda también a Enrique V; éste, a su vez, habí­a convertido en legenda­rio el campo de batalla antes de que se disparara la primera flecha, con apenas un discurso preciso y bien articulado (al menos, en la versión de Shakespeare).

El rey y el bandolero

Miles de aquellos arcos fueron hechos con ramas de los bosques de Inglaterra que cobijaron bandoleros de toda laya en la época de la anexión normanda, es decir, cuatro siglos antes de la bata­lla de Agincourt. Para la época de esta batalla, ya era famoso uno de aquellos bandoleros. Habí­a actuado en los tiempos en que el desaforado Ricardo Plantagenet -Ricardo Corazón de León- dejó temporalmente el trono para en­cabezar la Tercera Cruzada, en la que logró un equilibrio inestable de fuerzas en Palestina, luego de pactar con el legendario Saladino. A pesar de que no conocí­a el idioma de Inglaterra, y a pesar de que apenas la pisó -un tiempo que puede contarse en meses-, ya que preferí­a la parte francesa de los vastos territorios que habí­a heredado, Ricardo serí­a también la figura legendaria que justifi­carí­a los crí­menes de aquel bandolero, un maestro en el manejo del arco de tejo.

¿Existió Robert de Locksley? ¿Existió Robin Hood? De entrada hay que decirlo: si no existió empí­ricamente, tuvo que existir. El mecanismo de la historia lo exige. Tal y como exige que haya existido el Rey Arturo, pues un primus inter pares debió unir a los caudillos celtas para enfrentar a los sajones en las brumas de la alta Edad Me­dia, unos quinientos años antes. Tuvo que existir un caudillo en los bosques de York o en el de Sherwood pues era preciso que alguien cubriera la retaguardia del rey Ricardo, el hombre que bramaba en los combates, el Justo, el que pese a haber nacido en Oxford viví­a en Aquitania. Y así­ como el rey ausente era la figura más heroica que pudieron imagi­nar los ingleses, un hombre fuera de la ley, pero fuera de una ley que no era tal, tení­a que combatir en su nombre y en su propia casa, contra quienes disminuí­an y hu­millaban, saqueaban y sojuzgaban a los antiguos nobles de la tierra, es decir, los sajones: si Arturo los habí­a enfrentado, uniendo a los britones (de ascendencia celta), eran ellos quienes veí­an ahora, y desde hací­a un siglo, sus fortunas y tradiciones por el piso, merced a la nueva nobleza, la de origen normando, la de aquella Francia que aún no lo era, pero que deci­didamente era otra tierra.

Así­ pues, la razón de existencia de Robin Hood quizá no es tan ní­tida en las primeras baladas que contaron sus hazañas, como en el Ivanhoe, de Walter Scott, publicado en 1819; exactamente en la primera página de esa novela. Allí­ no se encontrará el nombre de nuestro héroe, que sí­ aparece promediado el libro, en una suerte de cameo; pero se hallarán las claves de una época y la exacta jus­tificación de que la época tuviera su mito, no como una floración fantasiosa, sino como una pieza absolutamente necesaria.

Una comitiva que integran, entre otros, un caballero normando y un templario se dirige a la finca de un noble sajón, Cedric. Los primeros en avistar la comitiva son siervos. Scott no los menciona al pasar. Les da bastante lugar en las primeras páginas. Gracias a ellos sabemos de la extrañeza que provocaban en esos parajes aque­llas figuras. No son de allí­. Los siervos, con ser tales, sí­ son de la tierra. Cedric dará hospedaje a la comitiva, pero les advertirá, antes de franquearles la entrada, que en esa casa sólo se habla sajón. Con ellos entra un encapuchado que han encontrado en el camino. Será, a la larga, su peor enemigo. Es el protagonista de esta novela de nobles, en la que nuestro Robin juega un papel secundario. Pese a eso, Ivanhoe no logró, ni lejanamente, significar en la historia literaria inglesa lo que significó aquel que, se llamara o no Robert, Hood o Locksley, haya sido hijo de un herrero o de un noble de provincia, como Cedric, robara para sí­ o para los pobres, fuera o no amigo de Little John, llegó a representar todo lo que los ingleses querí­an que alguien representara en los turbulentos comienzos de la real historia de Inglaterra.

El ambiente y la circunstancia

He ahí­ el ambiente y la circunstancia. No en los escasos registros notariales de la época. En Scott. Allí­ están sajones y normandos. La lejana Cruzada que habí­a absorbido a Ricardo. La perniciosa figura de su hermano Juan. La batalla imaginaria que los nobles nunca dieron. La veneración del rey ausente. Y, aun en segundo plano, el que debí­a restaurar la justicia desde el margen de la ley: Robin Hood, Robert de Locksley o como se lo quiera llamar. Era una época irregular, y un irregu­lar debí­a tomar las armas. Noble o plebeyo, Hood fue un bandolero. Hood enseña el exacto papel que los mitos juegan en la historia. Llenan espacios en blanco y son, por eso mismo, ciertos.

Hay una tendencia ya no a desmitificar sino a distinguir lo verdadero y lo falso en un mito. En esto se basan las nuevas escrituras de la historia de Robin Hood. A todos nos molestaban ya las ajus­tadas mallas verdes y la liviandad de la vida en Sherwood, así­ como la inexpugnable generosidad del héroe. Pero eso no es el mito, y no tiene sentido pensar que Hood se hará más histórico si lo vestimos del modo en que probablemente vestí­a cualquier plebeyo de su tiempo, o si lo dotamos de cruel­dad, o lo hacemos más dubitativo o lo convertimos en un mafioso. No importa para nada. El mito es­tá en su propia necesidad, y desde ese punto de vista es histórico y permite entender la historia. No hay más verdad en un Robin Hood de ropas grises, resentido por la persecución, que en un Robin Hood de naturaleza noble, vestido con un atuendo más de bailarí­n que de cazador. Hay más verosimilitud en el primero. Y su figura fortalece al segundo. Por­que si el personaje «más cercano a la realidad» nos hace creer que Hood pudo haber existido, el otro corre entonces con más agilidad entre las ramas de los árboles de Sherwood. El vengador casi alado crece y se hace más feérico, cuan­to más convence el otro de que un tal Locksley existió.

Personalmente, prefiero pen­sar que el vengador fue tan valiente y certero como cruel, jactancioso y desarrapado. Pero, ¿eso qué importa? Lo que el mito es, no cambia en absoluto. Vuele o se arrastre, actúe para vengarse o por espí­ritu noble, haya vendido su al­ma al diablo o adore a la Virgen, vista con calzas o con paño burdo y pieles, Hood es tanto un numen del bosque como un preciso artefacto histórico. Esto es: espí­ritu de la vieja cultura agraria y espí­ritu de la historia en su marcha irregu­lar. Eric Hobsbawm ha estudiado el surgimiento de bandoleros a to­do lo largo de la historia humana, siempre en condiciones parecidas: precisamente en el borde, allí­ don­de determinadas formas sociales no guardan homogeneidad con la marcha que imponen a los hechos las fuerzas principales, o cuando éstas se equilibran, o cuando aún no tienen suficiente intensidad. Los bandoleros e irregulares no son parte del conflicto de fondo, en términos marxistas: expresan otro tipo de conflicto, generalmen­te en el seno de lo arcaico, y no ac­tuando necesariamente a favor de un cambio decisivo. De hecho no pueden existir cuando ese cambio mueve realmente ejércitos. Des­aparecen, o lo perturban.

Guardián del reino

No podrí­amos hablar de lo «progresista» en tiempos del Impe­rio romano. Apenas si podemos tomar partido por la República cuando observamos ese perí­odo de más de cuatro siglos. Y esta toma de partido es totalmente improductiva. La república era asimismo el imperio. En tiempos de Ricardo, sólo podemos tomar partido por el mayor equilibrio, y acaso la mayor justicia en la administración de su reino. La fuerza social de cambio no tení­a inten­sidad suficiente. El conflicto de clases podrí­a ser parido de aquel trabado combate, con fórceps. No podí­a realmente nacer de allí­. No eran los pobres contra los ricos. Seguí­a siendo, en caso de que los pobres hayan sido objeto de dádi­vas o se hayan sumado las bandas de forajidos de York y de Sherwood, una lucha de nobles. Y esto es también independiente de que Robin Hood sea presentado como un rico desheredado o como un pobre. La imagen por la que libra esa batalla es la de un rey justo. No ha sido escamoteado el senti­do histórico ni se ha introducido la condición de noble de Hood a posteriori para falsear su verdadero papel revolucionario. Aquellas guerrillas, que seguramente la nación entera estaba dispuesta a respaldar, y aquellas patriadas que la nación entera ha asumido históricamente como justas y ne­cesarias, no eran las de un nuevo conductor. Eran las de un restau­rador. El arquero Robin Hood se habí­a erigido a sí­ mismo como soldado de elite, guardián del reino. El reino de un rey ausente.

¿Lo hizo? Los datos reales no se ajustan al relato. Las investigacio­nes de Joseph Hunter revelaron que un hombre llamado Hood vivió en Locksley y en Wakefield, en el condado de York. Nació en 1290, de origen plebeyo. Esto sig­nifica que no actuó -si actuó- en tiempos de Ricardo, sino cien años después, en tiempos de Eduardo II. En el siglo XVIII, el doctor William Stukeley conjetu­ró que Robin Hood era el noble Robert de Kyme, quien vivió entre 1210 y 1286 (el reinado de Ricardo terminó con su muerte en 1199, es decir que este Hood nació una década más tarde). Cuando las ba­ladas cantadas son llevadas al pa­pel, a partir del siglo XVI, Hood es mencionado como gentleman, y, luego, como Robert de Locksley, con lo que se diluye su origen ple­beyo. Con la publicación del pri­mer folletí­n de Robin, en 1838, se consolidan los rasgos actuales de la leyenda. Y en la obra de Howard Pyle, Las aventuras de Robin Hood, de 1883, consagrada a los ni­ños, se infantilizaron finalmente, y en ella se basó el cine durante muchos años.

Tenemos, de todos modos, que la leyenda ha ido corriendo al per­sonaje histórico hacia atrás, para ubicarlo justamente en donde faltaba: en los tiempos despiadados y sin ley de la ausencia de Ricardo Corazón de León. ¿Qué sentido polí­tico podrí­a tener Hood en un contexto posterior? Casi ninguno. Hubiese sido un bandido como cualquier otro, el personaje de una modesta épica social. Hood llega a la dimensión de mito porque su leyenda nació polí­tica. Mike Dixon-Kennedy, en The Robin Hood Handbook. The outlaw in history, myth and legen d, llegó a la conclusión de que Robin na­ció alrededor de 1160, con lo que produjo el ajuste histórico que la literatura ya habí­a hecho.

Pero volvamos al arco de tejo. Es una coní­fera muy longeva, vive más de 1000 años; un árbol sagra­do, como muchos de los bosques, para los celtas, y también para los nórdicos. Robert Graves ha soste­nido que el Hood de Robin no sig­nifica capucha. En tiempos de Robin se llamaba de modo parecido a un supuesto insecto que carcomí­a los robles sagrados, quemados en el solsticio de verano. Este insecto saltaba entre las chispas de la ho­guera y casi siempre se salvaba del fuego, pues era un espí­ritu. Gra­ves sostiene que el Hood de Robin proviene de la palabra wood, madera, nombre que también recibí­a el espí­ritu o parásito del roble. Es un poco forzado para ser cierto, pero el hecho es que la madera y la capucha aparecen vinculados en la figura de Robin, dejando de la­do por el momento que, para Gra­ves, Robin tampoco es «petirrojo» (este es el significado en inglés), ni diminutivo de Robert, sino que proviene del celta robinet, carnero y, por extensión, figura con cuer­nos. Dixon-Kennedy ha atribuido a Robin doble personalidad -era noble pero actuaba como bandi­do- y simplificado, con bastante criterio, la cuestión del apellido, que no serí­a verdadero, sino de confección: el proscrito eligió Hood para aludir a su condición de tal: under the hood -debajo de la capucha- pudo ser una expresión que designaba a los bandidos en general, entre ellos, seguramente, a los nobles despojados de sus bie­nes que se sumaban a las bandas de salteadores en las densas zonas boscosas del norte de Inglaterra. Hood puede ser sí­mbolo o pro­ducto de la marginalidad generada por aquella situación.

El arco del encapuchado, de todos modos, es más que eso. Es el vencedor de la batalla de Agincourt, contrapartida de la de Hasting, con la que triunfó la invasión normanda en 1066 y quedó decidida la anexión de Inglaterra al ducado de Normandí­a.

Hood representa entonces un hecho mágico ancestral. Es ema­nación del bosque y aura de la historia. Pero vive con toda la fuerza y la lógica que la historia real necesita para armarse en el terreno de lo profano y de lo sagrado.