Eran las cinco de la mañana cuando sonó el teléfono. Era Carmen, mi hermana, quien me dijo: «Carlos, ya descansó».
En ese instante salí presuroso para su casa y en el trayecto vinieron a mi mente tantos recuerdos.
Ya era novio de Carmen cuando en 1951, Roberto ya residía en Nueva York. Fue entonces que le escribimos con la Lila mi mujer pidiéndole nos consiguiera un pequeñísimo y barato apartamento ya que nos íbamos a la gran manzana para mis estudios de Post-Grado. La Lila ya llevaba en su vientre a nuestra Mariíta y fueron esos primeritos días buscando un cuartito para vivir, y durante los cuales nos acompañó Roberto, que se inició una auténtica amistad que duró hasta su muerte. La Lila llegó a quererlo mucho admirando, sobre todo, su sencillez y humildad.
Roberto me permitió servirle como su médico durante más de 50 años, fue durante éste último 2007 cuando a raíz del diagnóstico del cáncer que se lo llevó, afrontamos decisiones que fueron, de verdad, de vida o muerte y que nos unieron aún más.
Luego de la cirugía se precisaba de quimio y de radioterapia. Les expuse a él y a Carmen los beneficios y las complicaciones de las mismas, las que discutieron durante varios días y decidieron no aceptarlas. Decidimos entonces que se trataría de ayudarle procurando una calidad de vida que le permitiera terminar un par de proyectos que lo ilusionaban mucho, y, además, montar una exposición de sus esculturas y pinturas que más satisfacciones le habían proporcionado.
En medio de la muy activa enfermedad que mermaba sus fuerzas, se sentía, mentalmente, extraordinariamente bien. «Â¿Charles, cree usted que me dará tiempo?», fue una pregunta que me hizo prácticamente cada vez que lo visitábamos, y fue ese, para mí, como su médico, un reto ineludible de gran trascendencia.
Hace un par de meses, cuando con la Lila, la Carmencita nuestra hija y Boris, compartimos un buen rato en su estudio, nos dijo: «Es que ahora, con mi enfermedad siento inspirarme más y siento más urgencia y placer por pintar». Y de verdad que sus últimas obras inspiradas en la poesía de Ak`abal le quedaron geniales. A mí, en lo personal, me encantó un jaguar que logró manchar con un impresionante sello de esplendorosa belleza.
Ya en estos sus recién postrimeros días, en lo que las metastasis le habían invadido la casi totalidad de los pulmones y a pesar del oxígeno se le dificultaba hablar, me urgía pedirle a Dios me ayudara a cumplirle y hacerlo llegar a este sábado 10, día en que se inauguraba su exposición en la bella Casa de Santo Domingo de Jorge Castañeda, y, a la cual había manifestado, como un niño, un especial afán por llegar. Decidí entonces administrarle generosas dosis de cortisona que le permitieron estar ahí presente, lo cual con la ayuda de Dios, lo logró. Roberto murió dos y medio días después.
El día de mi cumpleaños, 4 de noviembre, cuando con la Lila nos despedíamos de él, me dijo: «Gracias Charles, hermano mío». Y fue precisamente ayer de madrugada cuando minutos después de su muerte estábamos al lado de su lecho, Carmen me preguntó: «Carlos, ¿te recuerdas lo que te dijo para el día de tu santo?