Rincón LITERARIO



La canción perdida

Roberto Obregón

A Olga Kómonova

Aprehender, sí­. Primero asimilando

los matices y contornos ocultos.

Lo húmedo, lo tibio, y sin soy afortunado

el rumor de tu sangre abriendo zanja en la vida.

Loco de mí­. Inocente. Como si teniéndote

serí­a yo el señor de tus trigales

y tus bosques de abedul copados de nieve.

Como si estrujando en mis manos

un ramo de espesa malaquita,

o segando una espiga de ámbar

y el aliento de la estepa en el vino,

desvelara tus rosadas yemas impresas en mi piel

y disolviera tu trayecto en mis pasos.

Pobre de mí­. Y qué formas más antiguas

de tenderte una celada a las ciegas

y remotas fuerzas de la tierra.

Qué manera más primaria de cazar las cosas.

Loco. Grabo tu adjetivo y tu risa,

tus piernas en la lluvia

y la comisura de tus labios tristes.

Desentraño con presteza tu imagen

y en seguida, como lo hací­an mis abuelos

en las grutas cuajadas de estalactita

(allá en Cobán), bailo sobre un solo pie

ante los primerí­simos jaguares

que se introdujeron en el arte,

ante los tecolotes y las monos y las culebras

para siempre inmovilizadas en la piedra.

Loco de mí­ -me parece discurrir

antes de la gran claridad,

y creo haber penetrado lo oscuro.

Solamente porque he logrado dos, tres lí­neas

y haber recogido tu levadura en mi palabra,

por haber capturado a todo un pueblo

introduciendo mi mano en ti.

Nada más por haber agarrado tu carne

el pulso herido de la tierra.

Desgraciado de mí­: construí­ un calabozo

para enlazarte.

Y en él me he quedado encerrado

y gritando por salir de tu pecho.