Rincón LITERARIO



El pasado

(fragmento)

Alan Pauls

escritor argentino

Rí­mini estaba duchándose cuando sonó el portero eléctrico. Salió cubierto con una toalla de manos -la única que encontró en ese bazar de perfumes, gorras de plástico, cremas, sales, aceites, remedios y masajeadores en el que Vera habí­a convertido el baño- y un reguero de gotas obedientes lo siguió hasta la cocina. «Correo», oyó que le decí­an entre dos rugidos de camiones. Rí­mini pidió que le pasaran la carta por debajo de la puerta y de golpe, como si la sombra de un intruso lo sorprendiera en una habitación que creí­a desierta, se vio desnudo, temblando, en la hoja vidriada de una puerta que un golpe de viento acababa de abrir. La clásica estampa de la contrariedad: trivial, eficaz, demasiado deliberada. Las volutas de vapor que vení­an flotando desde el baño -habí­a dejado la ducha corriendo con la idea de que así­ abreviarí­a la interrupción- le provocaron algo parecido a una náusea. «Tiene que firmar», le gritaron por el portero eléctrico. Rí­mini, bufando, apretó la tecla y abrió, y vio impávido cómo el paisaje de su dicha se resquebrajaba entero. La mañana en casa, la felicidad del rayo de sol que habí­a estado acariciándole la cara mientras se duchaba, esa disponibilidad nueva, como de primer dí­a de viaje, que sentí­a cuando despertaba y descubrí­a que estaba solo y sus primeros movimientos, torpes y jóvenes, hací­an crujir el silencio de toda una noche, la beligerancia vital, un poco ingenua, que solí­an dejarle las largas noches de amor con Vera -todo se desmoronaba. Aunque tal vez… Rí­mini escondió el auricular en la palma de la mano y permaneció unos segundos inmóvil, un poco encorvado contra la mesada, como tratando de volverse invisible. Pero el portero volvió a sonar y casi sin ruido, como en una pelí­cula muda, los últimos cristales de su euforia matinal terminaron de astillarse. Rí­mini, que nada detestaba tanto como la forma en que el mundo, a veces, se poní­a a calcar sus contrariedades privadas, esta vez no se sintió plagiado. Estaba en peligro. Ya no era ví­ctima de una glosa sino de un complot. Pero se resignó y atendió igual, y mientras se miraba los pies -unos pies de gigante, alrededor de los cuales crecí­an dos minúsculos océanos humanos- alcanzó a oí­r lo que desde el principio habí­a temido que le dijeran: la puerta de calle estaba cerrada con llave.