El despertar del alma
Enrique Gómez Carrillo
Treinta años van a cumplirse desde el día en que abandoné la casita florida en que nací. ¡Treinta años!… Y todavía ahora, en los momentos de vaga melancolía, oigo el murmullo de la fuente que cantaba en mi patio blanco su eterna canción de cristal… Todavía oigo el concierto de turpiales que en las mañanas de la perpetua primavera americana despertábame dándome consejos de amor.
Dicen que la ciudad había cambiado en estos últimos veinte años, convirtiéndose en una de las más hermosas capitales de América.
Estoy seguro, no obstante de que siempre conservaba la gracia andaluza de sus rejas y de sus surtidores, la languidez voluptuosa de sus jardines, la alegría de sus ventanas floridas, la elegancia severa de sus tapias blancas, la animación de sus tardes de rosa y oro. Yo, por lo menos, así la sueño siempre, y así pensaba verla algún día antes de morir. ¡Cuántas veces, en mis horas de nostalgia, una voz interior me murmuraba, en el fondo del alma, una invitación al retorno hacia los lares lejanos, cuya imagen era una promesa de paz, de dulzura, de quietud espiritual! «Ven, ven pronto, decíame esa voz.» Yo lo dejaba para más tarde, para después de un libro… para después de un idilio… para después de la guerra… Al fin y al cabo, una ciudad tiene siempre tiempo de esperar a un hijo pródigo.
Sin embargo, mi deseo de volver, aunque no sea sino para pasar allá una semana, me atormenta ahora tanto como antes. Después de orar en el sepulcro de mi madre, rezaré ante la tumba de la Ciudad entera… Y, además, encontraré siempre el mismo sol, el mismo cuerlo, las mismas flores… El espectáculo de la impasible alegría de la Naturaleza flotando sobre los lugares trágicos, que tantas veces me ha sorprendido en las aldeas de Alsacia y de Marne, allá se convertirá en un cuadro formidable.