La fábula del tiburón y las sardinas
Juan José Arévalo
El oro de California, otrora tierra mexicana, tuvo la virtud providencial de trastornar a los Estados Unidos. Oro por toneladas en la tierra, fiebre de oro en las almas. Rehílo de usura en las manos, que no saben dónde posarse; temblor de ansia en los ojos, que no atinan con el preciso horizonte y el justo rumbo. Oro, más oro, mucho oro: el mundo es el oro, pendientes, brazaletes, sortijas, relojes, cubiertos, dentaduras de oro, cascabeles, campanitas: el mundo es amarillo, brillante y tintinea metálicamente. ¿Por qué las mujeres no serán también de oro? ¿ Por qué no la comida?
Pero aquella riqueza torrencial tiene dificultades: el oro de California debe ser transportado a su destino manifiesto: Nueva York (el cobre de Arizona también). La travesía continental es insegura, costosa, aventurada, porque en esa ruta terrestre están los indios mexicanos y los yanquis. Mejor sería trasladarlo por mar. Pero no hasta Magallanes. Vemos el mapa: aquí –Â¿ve usted? en Centroamérica. Cuántos istmos posibles de fractura para fabricar canales interoceánicos. Unos cuantos cálculos hechos por el tenedor de libros, sobre el costo de los transportes en cien años ¡Qué barato un canal y cuán seguro! El tiburón de oro miraba con ojos de glotonería las pequeñas sardinas centroamericanas.
«Ved estos grandes lagos de Nicaragua tan próximos al pacifico que parecen separados de él por bajas dunas. Ved este angosto istmo de Panamá, provincia colombiana, con este río Chagres culebroso y cenagoso. Mirad aquí Tehuantepec, una garganta que espera el apretón de nuestras manos. Todo tan pequeño tan frágil, tan sardina … y nosotros, los áureos, tan poderosos, tan audaces, tan tiburones.»