EL ANDALí“N
Luis Alfredo Arango
Conocí pueblos que cabían
en el vidrio de una ventana
Aldeas que copiaban los colores de las horas
-colores de frutero,
de jaula con pericos,
de aguacero pintado en las paredes.
¡La hoja de milpa custodiaba siempre los caminos!
Conocí viejas iglesias,
calaveras, cúpulas,
hornacinas, ojos huecos,
muelas de oro,
morideros de plegarias y de llantos
? o retablos
y a la hora de rezar o de dormirme
conocí el chisporroteo
de candelas apagadas con saliva.
En la infancia era posible
llevar en andas a unos ángeles con alas de hojalata,
comulgar,
cortar el pan sobre una mesa apolillada,
orinar
y examinarnos el ombligo
bajo el árbol de la plaza.
En la infancia solamente
y en los pueblos.
Detrás del centinela
espiar la noche de calabozos húmedos.
(Las cárceles y las escuelas colindaban,
a veces compartían el mismo corredor).
Aulas heladas,
ladrillos que olían a creolina;
nos vestían de soldados y marchábamos
con escopetas de palo;
detrás del pizarrón
medían las arañas
el mapamundi enrollado?
Domingos.
Siempre domingos
porque los domingos eran iguales
a cualquier día;
el día de fiesta era un domingo grande.
Adornos de papel,
flecos, rositas que
se desteñían en las vigas
y allí permanecían,
años y años,
hasta una nueva muerte,
un nuevo aniversario,
otro bautizo,
otra boda.