Rigoberta Menchú


Con la voz melodiosa y el paso firme, Rigoberta Menchú se prepara para convertirse en la primera presidenta de Guatemala.

Con la voz melodiosa y el paso firme, Rigoberta Menchú, una maya-quiché que en 1992 conquistó el premio Nobel de la Paz por su lucha por los derechos de los indí­genas, se prepara para romper un nuevo molde y convertirse en la primera presidenta de Guatemala.


Menchú, «conocida en su casa y en su pueblo como ’Limin’», es la primera mujer y la primera indí­gena en aspirar a la presidencia de Guatemala, en la que la mayorí­a de sus 13 millones de habitantes, indí­genas como ella, no ven el final de siglos de marginación.

Nacida bajo el signo de capricornio, esta mujer bajita y regordeta de 48 años recién cumplidos, siempre enfundada en las coloridas telas de su ancestral cultura de la tierra del maí­z, aceptó, después de muchas dudas, la candidatura para postular a las elecciones de Guatemala en septiembre por la agrupación de centro-izquierda Encuentro por Guatemala (EG), formado por la ex dirigente humanitaria y actual diputada, Nineth Montenegro.

«No estoy tentando a la suerte. Mi suerte está echada en la medida que soy sobreviviente del genocidio» que vivió Guatemala durante los 30 años de cruenta guerra civil, en la que perdió a sus padres y a varios hermanos, declaró a la AFP en una conversación telefónica.

Más bien lo considera «un deber, una obligación», la misma que tienen todos los guatemaltecos de «rescatar a este paí­s», convertido en un «Estado delincuencial» tras el conflicto interno que «causó daños a las instituciones del Estado y a la sociedad».

«No se puede consentir que las instituciones estén al servicio de las mafias corporativas», denunció.

Pero no es el único problema. Menchú, que permaneció varios años en el exilio en México, vive en un paí­s donde la marginación y la exclusión son la regla.

Y no sólo los indí­genas. «Las mujeres estamos siendo reducidas a ser un sector; la sectorialización de las mujeres ha hecho un daño terrible» ya que les ha privado «de espacio fí­sico» en una sociedad profundamente machista.

«No veo mi participación polí­tica en un campo que sea indí­gena o no. Es claro que hay una cultura de exclusión, pero vamos a hacer un paí­s de inclusión», aseguró.

El Winaq, el movimiento que ha fundado y que se ha aliado con EG en este nuevo desafí­o, pretende convertirse en una «alternativa y un espacio para todos los guatemaltecos, donde impere la equidad», frente al Estado «monocultural y reduccionista que ha puesto las instituciones al servicio de un pequeño monopolio».

Esta gran conversadora y madre de familia -tiene un hijo de 12 años, Mash, y otro fallecido, Tzunun, que ahora tendrí­a 8- es consciente de que el «efecto dominó» que vive el continente con la profusión de mujeres en las altas esferas del poder o aspirando a ocuparlas, le favorece.

«El mensaje que quiero dar es que nuestra cultura es poder, que nuestra diversidad es poder, que nuestra experiencia es poder», asegura antes de agregar que hay «muchos hitos de la historia en juego».

«La mujer con conciencia, con una práctica de vida de valores es la que va a hacer cambios», asegura antes de remachar su pensamiento con la filosofí­a de su ancestral cultura: «Aquí­ el reto es que nuestra postura espiritual y la material se pongan en equilibrio».

¿Satisfecha con lo que ha conseguido hasta ahora? «Estoy muy contenta con lo que tengo. Mis abuelos me enseñaron que lo que cabe en una mano es de uno y eso es lo que te hace sentirte feliz», explica.

La fórmula para un buen gobierno, a su juicio, consiste en rodearse de un buen equipo, que hará «la historia profunda de los cambios», con un buen grupo en el Congreso «que es el que frena todo» y la depuración del sistema legal. Y su sueño, la «emancipación de los pueblos indí­genas, aunque no creo que lo vaya a lograr en cuatro años», concluyó.