Desde la espesura de la vertiginosa pintura de Ricardo Silva (Chile, 1951) no puede uno menos que evocar con nostalgia las convenciones en que se fundamentaba el viejo y buen realismo de época. En efecto, en su pintura, hecha desde la más profunda consecuencia existencial al torbellino de la actualidad, en la que, como diría Marx «todo lo sólido se desvanece en el aire», uno echa de menos aquellas tercas convicciones que eran como un hogar cálido y seguro desde el cual el pintor ejecutaba convincentes «retratos de la realidad» que no eran enteramente objetivos porque deliberadamente proyectaba su subjetividad en la obra para destacar puntos de choque y discordia entre un yo puro y atormentado y un mundo exterior perverso pero reformable.
Inmersos en la vorágine de la pintura de Silva, también puede uno sonreír ante las ingenuas transgresiones a las convenciones realistas perpetradas, por ejemplo, por los cubistas y los futuristas. Los últimos persiguiendo a los objetos en movimiento y los primeros anulando el movimiento del artista contemplativo y las infinitas perspectivas que se le abrían en una especie de simultaneidad de todas las miradas posibles que ponía al descubierto la totalidad del objeto. Claro está que se trataba de unas convenciones y unas convicción inamovibles, ligadas a una teoría del conocimiento que consideraba a la conciencia como la receptora pasiva de la impronta de todos los sucesos del mundo exterior y que concebía, al mismo tiempo, al yo y al mundo como dos entidades diferentes, autónomas e irreductibles la una a la otra, aunque estuvieran íntimamente relacionadas.
Actualmente, el mundo ya no es aquella entidad estática que se oponía por inercia a las iniciativas del yo. Ahora mismo el mundo está girando aceleradamente y nos asedia y nos colma con su eficiente tecnología (automóviles, aviones, computadoras, Internet y toda clase de bienes financiados con largueza pero al fin pagados en los plazos fatales e impostergables), al extremo que el yo se ha diluido en la masa amorfa y anónima de la sociedad de consumo. Pero sobre todo, ya no se trata de un mundo exterior que imponía un principio de realidad (como pensaba Freud), sino que se ha internalizado en las conciencias de manera que el yo, al contrario de la neurosis clásica, es ahora una mera prolongación del mundo, un punto insignificante y reemplazable de una estructura de solicitudes funcionales y de consumo que nos vacía de todo posible contenido propio y personal.
En este mundo que cambia de instante en instante, resulta lógico que las nociones de arte, realismo y representación igualmente hayan cambiado. Por ejemplo, si el yo ha sido absorbido por el mundo, ya no es posible ninguna perspectiva, toda vez que no existe ninguna distancia entre ambas entidades o, peor aún, si el yo y el mundo son ahora lo mismo. De allí que, en la actualidad, no podamos decir que la realidad sea vertiginosa pues precisamente el vértigo de la actualidad es la única realidad.
En ese sentido afirmo y celebro el valiente e inusitado realismo de la pintura de Ricardo Silva, precisamente por su carácter vertiginoso, invasivo y abrumador, como de ola gigantesca en la que nos sentimos sumergidos o, por lo menos, a punto del naufragio. La metáfora de la ola aplicada a su pintura es, quizá, afortunada, por la fuerza y el ritmo que supone, por el ímpetu irrefrenable con que se levanta y se estrella, dejando apenas fugaces vestigios irreconocibles sobre su superficie inquieta y salpicaduras salitrosas en la atmósfera igualmente violenta. La metáfora, sin embargo, únicamente describe el agitado escenario sobre el cual una mirada acelerada se ve arrastrada o empujada por una multitud de objetos y personajes veloces que se cruzan intempestivamente, iluminando con sus rastros fugaces un abrumador, sin horizonte ni reposo, distorsionado por la velocidad, el estrés y la angustia. Es la visión del vértigo que se arremolina aquí y allá no sólo desdibujando contornos, sino también anulando toda definición y toda identidad. Pero, en ese escenario, se trata siempre de la mirada que aun dentro del caos sabe orientarse y encontrar entre los escombros de una catástrofe los signos de una presencia.
No obstante ese carácter vertiginoso e invasivo, no puede decirse que su pintura y la visión del mundo que en ella se transparenta sea precisamente catastrofista. En ese ir y venir, en ese arremolinarse del ritmo, en esa acumulación de trazos superpuestos con angustia, en esos tenues fugaces resplandores, en esas imborrables texturas que señalan una presencia removida por el torbellino, hay siempre un principio de orden, un ritmo básico que dota de sentido incluso a las imágenes más dramáticamente inestables, y sentimos que, si de un naufragio se trataba, tendríamos a la par al propio artista sembrando signos orientadores para nuestra mirada desconcertada.
Por otro lado, se traba de una pintura transparente que narra su propio proceso de creación. Los trazos fuertes, decididos, amplios y prolongados nos hablan de una pintura hecha con todo el cuerpo, con toda la voluntad y con toda la inteligencia en un afán de ansiosa totalidad; la pintura espesa, los rastros del pincel y de la espátula dejan entrever el origen material y su factura manual; los vestigios de imágenes devoradas por el vértigo cuyo esquema desdibujando tiene el carácter de signo, la delata como un intento de comunicación, como de mensaje en la botella; y en fin, su entrega deliberada a los contradictorios vientos de la actualidad, nos hablan del ejercicio de la libertad como única resistencia a las solicitudes inhumanas del mundo actual.