Revisitando el genocidio guatemalteco a la luz de un gobierno social-demócrata


Arturo Arias

En 1985, en un volumen de FLACSO sobre movimientos populares en Centroamérica, publiqué un artí­culo titulado «El movimiento indí­gena en Guatemala: 1970-1983,» donde analizaba los motivos que condujeron al estado semi-insurreccional que vivieron las poblaciones mayas del altiplano en el perí­odo 1979-1981. De manera general, el artí­culo esbozaba el temor inicial de las mencionadas poblaciones a relacionarse con la columna guerrillera del EGP, las visitas de la misma a diversas poblaciones mayas, y señalaba cómo la incorporación de sujetos mayas a las filas del EGP sólo creció luego de que el ejércitio iniciara su campaña represiva en diversas áreas del Quiché – y, en particular, en el norte de dicho departamento – hacia mediados de los setentas. Citaba una de las evaluaciones autocrí­ticas elaboradas por Ricardo Ramí­rez, futuro comandante en jefe del EGP bajo el seudónimo de Rolando Morán, en su Documento de Marzo 1967, en el cual argumentaba que una de las causas principales de la derrota de las segundas FAR haí­a sido la de su incapacidad para movilizar a las poblaciones indí­genas.


Citaba también a Pedro Chamix, quien argumentaba que el nuevo concepto de lucha introducido en Guatemala en los setentas combinaba la lucha de clases con la reflexión sobre la problemática étnica que se inició en el paí­s hacia principios de esa década. Esto aludí­a al debate académico que tuvo lugar en la Universidad de San Carlos, en el cual participaron importantes pioneros del debate étnico tales como Severo Martí­nez Peláez, Carlos Guzmán Bí¶ckler y Mario Solórzano Foppa. Este debate condujo a una teorización inicial, por parte de intelectuales ladinos, acerca de la problemática étnica. Su teorización, por limitada y parcial que resultara, fue la primera que tomó en serio la subjetividad maya. Por ello, se constituyó, para bien o para mal, en fuente de referencia para las entonces incipientes organizaciones EGP y ORPA acerca de dicha problemática.i

Por otra parte, mi artí­culo adscribí­a el origen del movimiento maya a los esfuerzos organizativos de Acción Católica en los años sesenta, y ví­nculaba el acceso de cuadros mayas a la educación a estas actividades organizativas, así­ como al crecimiento acelerado que vivió el paí­s durante dicha década. El mismo dislocó a un considerable número de campesinos mayas, conforme se convertí­an a lo que, en aquel momento, la izquierda guatemalteca denominó como «semi-proletario» (78). En esta lógica, el artí­culo citaba la importancia de los Seminarios Indí­genas para la concientización de cuadros mayas, los trabajos de alfabetización basados en la metodologí­a de Freire, y la importancia crí­tica que tuvo el terremoto de 1976 para que las poblaciones indí­genas ejercieran la autogestión. La combinación de todos estos factores, que incluí­an la alfabetización, el trabajo de las comunidades cristianas, el trabajo de discusión polí­tica, la autogestión para la reconstrucción, y la incapacidad del gobierno ante el terremoto, germinó en la radicalización de importantes sectores mayas. Algunos de ellos desembocaron en la fundación del CUC. Otros buscaron otras ví­as para canalizar sy pensamiento y su energí­a. Pero de todo ello emergió, desde el seno mismo de las comunidades indí­genas, el denominado «hervor de conciencia» que llevó a la incorporación de masas indí­genas a un movimiento semi-insurreccional a partir de 1979 (83). El artí­culo cita al sacerdote Fidel Hernández de la orden del Sagrado Corazón, quien informó que en febrero de 1979, 84 lí­deres de la zona norte del Quiché, en Cunén, solicitaron armas para proteger a su pueblo del ejército (97). Otros testimonios evidenciaban que no todas las organizaciones mayas se habí­an identificado con la lucha armada en ese momento, señalándose que de los Seminarios Indí­genas surgieron también otros sectores que aparecen denominados en el artí­culo como «indigenistas,» y a quienes se les atribuyen ideas «segregacionistas» y «separatistas» (99). De esa necesidad sentida por importantes sectores mayas para defender a sus pueblos, se desprenden dos factores: por un lado, la masiva incorporación de amplios sectores poblacionales a las bases de apoyo del EGP; por el otro, la mirada monolí­tica de la estrategia contrainsurgente hacia estas masas, a las cuales calificó erráticamente de ser, de hecho, cuando no de cohecho, miembros activos de la guerrilla. La violencia genocida se comprende mejor-aunque no por ello se acepte o se perdone-cuando se entiende que los estrategas contrainsurgentes visualizaron una oposición numerosamente mayor, y cualitativamente mejor articulada entre sí­, de lo que era la situación real. La población maya, en su esencia, estaba desarmada, y desarticulada de las columnas guerrilleras del EGP, a las cuales buscaba brindar apoyo logí­stico con el deseo de ser protegidas a cambio por ellas. Asimismo, ocurrió algo que no se menciona en el artí­culo: cuando sectores poblacionales mayas titubeaban o dudaban en brindarle su apoyo a las columnas guerrilleras en zonas de control de las mismas, eran sujetas a una terrible presión, que podí­a llegar hasta el ajusticiamiento, por parte de las mencionadas columnas guerrilleras. El artí­culo concluye describiendo el genocidio y etnocidio que caracterizaron la polí­tica contrainsurgente de los diferentes gobiernos del paí­s entre 1978 y la firma de los acuerdos de paz.

A la hora de re-visitar mi artí­culo a diez años de la firma de los acuerdos de paz, por sugerencia de los colegas de la Universidad Landí­var que organizaron un encuentro académico con este fin en Antigua (octubre 2006), encontré en el mismo varios errores. Ahora, ante el cambio de gobierno que está tomando lugar en nuestro paí­s en este mes, me pareció importante hacer públicos estos hechos, con el fin de que la libre circulación de ideas contribuyera a afinar las metas del mismo.

Uno de los errores que encontré, producto del sectarismo y de la ignorancia, es que el viejo artí­culo generaliza a todo el paí­s una experiencia que se limitó a las zonas de control del EGP, ignorando en su totalidad la experiencia de la ORPA, que fue muy diferente en las zonas en las cuales operó. Asimismo, el artí­culo suele idealizar el comportamiento de la guerrilla, en vez de desnudar errores operativos, manipulaciones autoritarias, una inevitable normatividad militarista que pesaba sobre ellas por su mismo origen, o bien el ejercicio de la violencia para consolidar su dominación y hegemoní­a no sólo en las áreas en las cuales operaba, sino también en una búsqueda de hegemoní­a en el seno de toda una izquierda dividida y heterogénea. Además, como producto del entusiasmo revolucionario de la época, el artí­culo no sólo marca de manera evidente la separación entre corrientes mayas vinculadas al proceso revolucionario y las corrientes culturalistas, sino que valora positivamente a las primeros por encima de las segundas, sin concebir la posibilidad de una confluencia táctica o estratégica entre ambas corrientes. Finalmente, por mucha simpatí­a que el artí­culo muestre para con la población maya, no deja de exhibir cierto paternalismo ladino, en el cual el accionar histórico es emblematizado por este sector poblacional, mientras que la poblacición maya es tan solo objeto de la historia, en vez de sujetos autónomos que ejercen su propio poder de gestión, indiferenciadamente de que el mismo confluya o no con los intereses de la izquierda ladina.

En la versión inglesa de este mismo artí­culo publicada en 1990 de forma más abreviada en el libro Guatemalan Indians and the State, 1540 to 1988, editado por la antropóloga Carol Smith, se cita un nuevo documento maya escrito por el colectivo Ja C»Amabal I»b en 1984. Este documento elabora con claridad que la opción por la lucha armada ejercida por un segmento de la población maya fue el resultado de una modernización acelerada, y no de siglos de permanecer en condiciones de retraso. En esta versión delí­neo con mayor claridad los orí­genes de la confrontación, vinculada a la crisis monetaria del Mercado Común Centroamericano, y al fin de los procesos desarrollistas de los sesentas, que cerraron las posibilidades y expectativas modernizantes, ubicados dentro de marcos claramente reformistas, de la década anterior. En esta versión agregué también información sobre los avances polí­ticos de algunos sectores mayas durante los setentas, como prueba de como estos iban ganando un control gradual de los gobiernos locales a lo largo de dicha década. Sin embargo, no se reconsideran ni se re-problematizan los errores previamente señalados.

Desde mi punto de vista, quizás el error de fondo de ambos artí­culos es que, al mantener una visión fundamentalmente ladina de las relaciones inter-étnicas, naturaliza la versión ideologizada de la historia presentada por Acción Católica, y por los sectores progresistas de la iglesia que, pese a estar inmersos en la teologí­a de la liberación, continuaban defendiendo los intereses de sus instituciones y de su fe, y oponiéndose al marxismo en el seno mismo de las organizaciones revolucionarias. Este error interpretativo tuvo como resultado que el propio proceso autogestionario maya, el cual, a mí­ conocimiento actual se extiende por lo menos hasta el siglo diecinueve pero puede tener raí­ces aun más viejas, y que con pleno conocimiento de causa y ejerciendo una clara voluntad de poder, supo aprovechar las pequeñí­simas fisiones que se le fueron abriendo en ese gran tiempo histórico, posibilitando espacios para su auto-afirmación eventual, permanezcan ignorados. Ante el mundo ladino los mayas siempre han sido presentados como objetos pasivos, estáticos, o indiferentes, cuando, en realidad, el impulso inicial de poder de gestión provino de ellos mismos, y sólo fue recogido con posterioridad por las mencionadas fuerzas católicas, las cuales se atribuyeron para sí­ el mérito de abrirle la modernidad al mundo maya. (continuará)

i.Fundamentalmente, La patria del criollo de Martí­nez Peláez, y Guatemala: Una interpretación histórico-social de Guzmán Bí¶ckler y Jean-Loup Herbert, pero también condujo a la publicación de artí­culos tales como «El nacionalismo indí­gena: una ideologí­a burguesa» de Mario Solórzano Foppa.