Es impresionante la forma en que los propagandistas locales del neoliberalismo a ultranza retuercen ahora los argumentos para decir con toda desfachatez que la crisis mundial que vivimos es culpa, ni más ni menos, que del Estado al que se encargaron de ir castrando durante las últimas décadas. Afortunadamente cuando uno lee a comentaristas extranjeros, aun de los que defendían la economía de mercado, encuentra que hay más raciocinio porque reconocen que la codicia y la ausencia de regulaciones se combinaron para dar al traste con el sistema que ellos habían pregonado.
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Ahora resulta que la crisis de los mercados hipotecarios en Estados Unidos, por ejemplo, no fue culpa de los bancos ni de los particulares que asumieron deudas que no podían honrar sino que de la Reserva Federal «por haber abaratado» el dinero de tal forma que lo hizo accesible a todo el mundo. Y dicen que fue la constante baja de la tasa de interés lo que generó el problema, sin que los banqueros que estaban colocando préstamos a diestra y siniestra arriesgando dinero ajeno, ni los especuladores que trataban de sacar provecho de un mercado fuera de lógica y control, tuvieran ninguna culpa.
Las señales de alerta venían de lejos, puesto que cuando se produjo el escándalo de la quiebra de Enron, que perjudicó a cientos de miles de inversionistas que perdieron todo su capital por los malos manejos de los ejecutivos corruptos de esa empresa de energía, fue evidente que no había mecanismo de control para frenar la codicia. Hasta una de las firmas de contadores que se reputaba como de las más prestigiosas (aunque en Guatemala ya había tenido que ver en tapar uno que otro escándalo), Arthur Andersen, terminó involucrada y desapareció luego de perder su principal activo, la credibilidad, porque se prestó a la alteración de los estados financieros de empresas en problemas a fin de engatusar a más inversionistas para que los ejecutivos se pudieran asegurar sus famosos paracaídas de oro que les permitirían vivir a cuerpo de rey el resto de sus días, mientras miles de viejitos perdían los ahorros de su vida en el colapso de esas empresas.
Años de desregulación hicieron que el Estado y la sociedad tuviera menos papel de control en la bolsa de valores y las empresas que cotizaban acciones en los mercados bursátiles. El New York Stock Exchange, que había sido modelo de eficiencia y garantía para los inversionistas, pasó a ser una figura decorativa, tanto así que se dispuso que era mejor nombrar ladrones a cuidar las arcas.
Ahora que todos corren a pedirle dinero al Estado para evitar el colapso de los mercados financieros, nadie habla de por qué la mano invisible no funcionó como establecía el dogma que con insolencia enseñaban en las universidades creadas como centros de indoctrinamiento y hasta de auténtico lavado de cerebro. Nadie dice que el egoísmo y la ambición, presentados en las aulas como el motor de la prosperidad del hombre, llegó a tales extremos que se trajo al pico el sistema de libre mercado haciendo evidente que hace falta más que una ideología para hacer que las cosas funcionen.
Pero si usted lee ciertos comentarios de pacotilla, verá que insisten en echar el muerto al Estado y, el colmo, al «exceso de regulaciones». Seguramente creen que como ya agarraron de babosos a tantos una vez, podrán seguirlo haciendo ahora que su modelo se hizo añicos porque la codicia y la ambición resultaron siendo una mano no invisible sino peluda.