El pasado martes escribí sobre la forma en que los diputados hacen de la aprobación del Presupuesto General de la Nación una oportunidad para armarse chantajeando al Gobierno para dar el voto a favor de ese instrumento financiero, pero jamás me imaginé que al día siguiente el Presidente de la Comisión de Finanzas del Congreso hiciera el formidable anuncio de que se acabó la práctica de negociar bajo la mesa el soborno a los diputados, porque a partir de este año, decidió asignar tres millones de quetzales a cada uno de los representantes para que todo sea «transparente» y a luz pública.
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Eso significa, como me puso una persona en un correo electrónico, que a cada representante se le diera el derecho a robarse 30 mil celulares de a cien quetzales cada uno durante un año o que le permitan a los pícaros robarse 50 carros de a sesenta mil quetzales sin riesgo de pena porque tienen licencia para esos atracos que se convierten en transparentes. Lo que hagan en exceso de esas sumas se considerará turbio.
Como bien me decía esa misma persona, siguiendo la lógica del diputado Taracena habría que imprimir talonarios para que los policías puedan morder sin que lo hagan bajo la mesa. Se asignaría una cuota a cada agente de la PNC y, para hacerlo transparente, extenderían la remisión correspondiente dentro de la cuota asignada. A los vistas de aduanas, la SAT debiera darles licencia para que semanalmente dejen pasar dos contendedores a las claras, sin tapujos, negociando de manera pública con los comerciantes para que la gente no pueda quejarse de negocios turbios o bajo la mesa.
Y con ello el país daría un paso enorme en materia de transparencia, porque atrás quedarían los días en que los trinquetes se hacían bajo la mesa. La maravillosa solución que nos ha ofrecido ahora el Congreso debiera ser patentada a lo largo y ancho del mundo porque es increíble que en los países desarrollados no se les haya ocurrido antes esa brillante idea de hacer transparentes los negocios públicos. Semánticamente, la transparencia se logra cuando las cosas se hacen a las claras, sobre la mesa, a ojos de la gente y hacía falta el ingenio y talento de un diputado guatemalteco para arreglar las cosas.
La verdad e ironía aparte, es que hemos llegado al colmo del cinismo y eso sucede justamente cuando los sectores opuestos a la noción de una reforma fiscal argumentan que no se deben pagar más impuestos porque el dinero se lo roban los funcionarios y políticos. Qué más prueba quieren ofrecer a esos sectores que la ofrecida ahora por la Comisión de Finanzas que, con una lógica perversa, dice que sí, que el voto de los diputados tiene un precio y decide hacerlo público fijando en tres millones el monto máximo de lo que se le ofrecerá para que haga negocio, para que contrate con empresas de testaferros la ejecución de obras cuya única función y finalidad es la de dejarle untada la olla al diputado.
Si alguien creyó que el anterior encargado de la OIM en Guatemala había sido cínico en extremo cuando dijo que aquí todo mundo sabía que no hay obra sin sobra, obviamente no pensó que el diputado Taracena podría superar tanta desfachatez.