Este primero de diciembre se conmemoran 62 años de autonomía universitaria. Como bien apunta Luis Manuel Peñalver, «en muchos de nuestros países, la autonomía ha sido un poderoso estímulo de lucha contra el oscurantismo y la opresión durante las dictaduras, pero también una opositora aguerrida y obstaculizadora en los regímenes democráticos y hasta en algunos casos, factor decisivo de freno para el desarrollo».
Cuando la Universidad de San Carlos ha sido uno de los focos más importantes de donde irradia el cambio social, el Estado ha resultado el obstáculo a cualquier intento de renovación social. Eso fue evidente en las luchas contra el cabrerismo y el ubiquismo. Con el gobierno reformista de Jacobo Arbenz asumió una postura reaccionaria, pues la Carolina se había convertido en el refugio de los conservadores. Después de la destitución de los magistrados opuestos a la Ley de Reforma Agraria, el Consejo Superior Universitario protestó por tal medida. El Rector sería más tarde Ministro de Educación de Castillo Armas.
Después del martirologio sufrido durante la guerra interna (1962-1996), ahora es el tiempo de la restauración universitaria. Con la implantación del modelo neoliberal, acompañado del proceso conocido como globalización, en el plano mundial y en Guatemala en particular, se pretende cambiar el sentido y los objetivos de la educación adecuándolos a las nuevas necesidades del mercado y de las empresas transnacionales que gobiernan de facto el mundo. Se espera que la universidad deje de lado su compromiso con la sociedad y sus grandes desigualdades, así como su papel en la búsqueda de soluciones a sus problemas, para dedicarse única y exclusivamente a incrementar los niveles de eficiencia y competitividad de los mercados globales.
Cabe preguntar cuáles son las intenciones del capital y qué tipo de universidad pretende delinear para cumplir con sus objetivos. Es evidente que la universidad como «el templo laico de la cultura», como «la conciencia de la sociedad», «la formadora de personas comprometidas con la sociedad» y «la universidad como concientizadora y liberadora», hoy, es «incompatible con la función, tecnológica burocrática que el modelo de reproducción social le atribuye en el capitalismo avanzado». Las universidades serían, en esta lógica, fábricas del conocimiento y los alumnos y profesores simples maquiladores, pues el trabajo intelectual también genera plusvalía. Para el neoliberalismo, propagado y consolidado por la Universidad Francisco Marroquín, la educación deberá convertirse en una mercancía, sujeta, por lo tanto, a las fuerzas de la oferta y la demanda.
Es decir, existen diversos proyectos de universidad y diferentes sectores o fuerzas que entran en una lucha por hacer valer sus intereses o quieren imponer sus ideas. Unos creen que la universidad está al servicio del pueblo; otros insisten en que debe servir al capital. Si bien tales ideas parten de una subjetividad y una ideología determinada, tienen sustento en la realidad que viven la sociedad guatemalteca y la propia universidad, pues, son claras expresiones de la lucha de clases, el «motor de la historia» que, como ley, no se ha demostrado que dejó de estar vigente.