Claro que es un concepto pasado de moda y trasnochado porque cayó en desuso, pero renunciar a la honorabilidad es darnos por vencidos en la lucha por construir un mundo mejor donde prevalezca la decencia y podamos erradicar esa moderna creencia de que la gente no vale por lo que es sino por la fortuna que acumula, sin que importe cómo lo haga. Ayer, leyendo la formidable columna escrita para La Hora por el licenciado Mario Cordero, reflexionaba sobre cómo es que nos escudamos en la dificultad para calificar la honorabilidad, dando por sentado que se trata de un valor tan subjetivo que cuesta mucho definirlo.
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Pero en su columna Mario nos ofrece un listado inicial de actividades que marcan la ausencia de honorabilidad entre los abogados y señala que precisamente la función de un Tribunal de Honor tendría que ser la de llevar la cuenta de actos poco honorables de los profesionales colegiados. Partiendo de la lapidaria afirmación de que no se puede poner calificación al grado de honorabilidad porque simple y sencillamente o se es o no se es honorable, en su columna nos da recetas concretas sobre cómo debemos juzgar esa cualidad. Obviamente es más sencillo recurrir al trillado argumento de que no se puede calificar la honorabilidad de las personas porque mientras no hayan sido condenadas en sentencia firme debemos siempre presumir su inocencia y, por lo tanto, los señalamientos que se hacen para poner en duda si una persona tiene o no ese honor quedan en el aire por falta de una resolución judicial que tipifique la comisión de delito. Pero es que no hay que ser delincuente para dejar de ser honorable, sino simple y sencillamente quien no tiene integridad en el obrar no puede ser considerado como tal. Mario Cordero se remonta a los tiempos antiguos cuando era más sencillo, pero también más arbitrario, el calificativo de honorabilidad porque el mismo dependía del juicio que los reyes tuvieran respecto de sus súbditos. Y explica que ahora cuesta mucho más definir y calificar a las personas desde el punto de vista de si son honorables o no, pese a que esa calidad se convierte en un requisito indispensable por mandato de la Ley para el desempeño de ciertos cargos. Con acierto nos dice que en el campo profesional por la misma naturaleza de sus funciones, debe corresponder a los tribunales de Honor de los colegios profesionales, y no sólo del de abogados, llevar cuenta de las acciones poco honorables que cometan sus miembros y basta la comisión de un solo acto en el que no haya integridad en el obrar para que se impida la certificación de que alguien es persona honorable. Le decía yo a Mario que en su lista de profesionales, que incluye a médicos, contadores públicos, ingenieros, arquitectos y un largo etcétera, hay que incluir de manera muy especial a nuestro gremio, donde también tenemos que hacer grandes esfuerzos por preservar la honorabilidad, sobre todo por aquello de que nuestro oficio nos coloca en posición de publicar la paja en el ojo ajeno pero rara vez notamos, no digamos aceptamos, la presencia de una viga en el propio. Puede ser una viejada, especialmente para el concepto de las generaciones de hoy a las que se ha inculcado un materialismo pragmático desprovisto de recato, hablar de honorabilidad. Pero siento que la sociedad que renuncie a ella está claudicando y enviando el mensaje de que en la lucha por hacer pisto todo se vale y que la ética y la decencia son valladares y lastres que hay que ir dejando atrás.